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RAMONA, LA MUJER DE LA BRASA (¿Qué habrá sido de ella?)

Se llamaba Ramona, como se llaman muchas de esas mujeres del pueblo que uno se encuentra a menudo en el camino—atareadas y humildes en el cumplimiento del deber cotidiano—el cabello lacio recogido de cualquier modo, a prisa porque coge tarde, calzadas sin coquetería, por cubrirse los pies no más, con unos zapatos torcidos, la punta vuelta hacia arriba como en demanda de resignación a Dios. ¡Ramona, nombre bueno para un pedrón de la calle! A las madres del pueblo no les queda tiempo para leer novelas ni de ser románticas, y dan a sus hijos el nombre del santo del día en que nacen, y rara vez ponen el magín a decidir entre una Julieta o una Roxana; un Marco Tulio o un Rolando. Su filosofía natural y recóndita les aconseja llamarlos con los nombres casi siempre duros. cándidos o bobalicones de los mártires aguantadores de vainas que llenan el calendario. Lo más probable es que lleven una existencia semejante a la de esos bienaventurados, si bien nadie los canonizará, aunque al des-enterrarlos encuentren que la muerte respetó más su cuerpo que lo que lo respetó la vida, y jamás su imagen rodeada de aureola aparecerá en altar alguno.
      Pues bien, esta criatura se llamaba Ramona y era una de las tantas sombras heroicas que pasan por la vida soportando casi en silencio el peso de la Santa Pobreza, esa vieja doncella enjuta e hipócrita con huesos y manto de plomo, que no se sabe cómo pudo hallar gracia ante los ojos de San Francisco de Asís.
      Llevaba ya quince años de casada y diez partos, lo cual la había convertido en un ser desvaído y escurrido. La maternidad se había encargado de exprimir de su cuerpo el encanto y la carne de su juventud, todo ello trasegado ahora en aquellos ocho cantarillos humanos, en sus ocho hijos, de trece años el mayor. Sólo ánimo le iba quedando a la infeliz.
      Madrugaba más que el alba para poder dar abasto con el trajín que diez cuerpos demandan y cumplir con las ropas ajenas que lavaba y planchaba. ¡Cuántas noches no supo lo que era poner la cabeza en la almohada por estar arrollando cigarrillos de encargo o dándole a la plancha! Y eso, estuviera como estuviera, en ocasiones con las piernas tan hinchadas cual vástagos de plátano. Y no había más remedio, porque al pasmadote de su marido se le paseaba el alma por el cuerpo y no era capaz de salir avante con semejante ejército.
      Eso sí. él siempre dormía sus noches desde el toque de queda en los cuarteles hasta que el pito de la estación del Atlántico anunciaba las seis de la mañana.
      Pero el marido no tomaba en cuenta los sacrificios de su mujer, y si no podía trabajar como era debido en vista de los ocho picos siempre dispuestos a engullir, sí tenía fuerzas para insultarla a cada rato y hasta para maltratarla de hecho si así se le antojaba. Y sobre esto la suegra. ¡Santo Dios! que no la podía ver ni pintada en la pared. porque creía que su hijo había descendido desde el trono del Altísimo al profundo abismo en donde Ramona había nacido, para casarse con ella. ¡A saber las malas mañas de que se había valido la tal por cual para engatusar a su muchacho! Siempre le estaba sacando los ojos con su otra nuera. Esa sí era toda una señora, de la misma clase de ellos, si no es que un poquitín más elevada.
      Y esta vida de trabajo y tormentos, añadida a cierta irritación nerviosa debida a sus muchos alumbramientos, habían terminado por agriar el carácter de Ramona. Le costaba ya hablar con dulzura a los niños: los amenazaba a gritos por naderías y sin motivo les sacudía el polvo. Los mayores le tomaron por ello cierta inquina, se declararon sus enemigos y cuando los castigaba, la amenazaban con irse a vivir donde la abuela. Tiraban para allá porque la abuela era mujer de buen pasar. Allí nunca tenían hambre, y su tía, la nuera, señora a quien Dios no diera hijos, los mimaba. Esto ponía fuera de sí a Ramona.
      ¡Ay!, aquella vieja bandida y aquella otra inutilona con nueve años ya de casada sin saber lo que era echar un hijo al mundo. ¡Lo que sí podía, era jalarse los ajenos!
Cada hora de almuerzo y de comida era una borrasca: el hombre vociferaba, ella lloraba y el histerismo la convulsionaba, los pequeños gritaban y huían como pollitos perseguidos.
El la había despedido muchas veces:
      —Andavete, andavete de aquí. No hacés falta. Los chiquillos estarán mejor con mi mamá y con Lola que con vos. Aquí no hacés falta.
      Por fin un día no pudo más.
      —Sí. sí, valía más separarse. ¡Eso no era vida; y el mal ejemplo para los chiquillos! ¡Que se los llevaran, que la dejaran sola! ¡Ella sabía trabajar, se concertaría!
      Y se fue al solar a dar gritos. Los niños la miraban con terror y ni Pedrillo, que era el más apegado, ni Juan-cito, el menor, que siempre andaba colgando de ella como un arete, quisieron acercársele y la contemplaban de lejos lo mismo que a una extraña.
      Cuando se calmó volvió a la casa y encontró todo revuelto. El marido estaba cargando en un carretón lo más pesado: la mesa, el armario, las cuatro sillas, las camas de los niños, la cama de matrimonio. ¡La cama en donde nacieron sus diez hijos!
      ¡Dichosos los dos muertos! ¡De las que se habían librado! ¡Dichosos de ellos!
      Las cosas menudas las llevaban los niños. Se asomó a la puerta para verlos partir. Ninguno le dijo adiós. Iban uno tras otro; parecía un caminito de hormigas: unos Con los cuadros de los santos, otros con motetes en la cabeza. Hasta Juancito llevaba algo: el candelero de hojalata. con un cabo de candela todavía pegado. La candela que la noche anterior había alumbrado la última vigilia al lado de sus chacalincillos.
      Caminaban despacio con la carga y porque Juan—de la mano de Maria. la mayor de las mujeres—no podía marchar más aprisa.
      La cabecita rojiza de Pedro iba al frente de la tropa y oscilaba semejante a una llama que fuera alumbrándoles el camino.
      — ¡Pedro, Pedrito!—gritó Ramona.
      Pedro se detuvo y quiso volverse, pero Nicolás, el mayor, le metió un pellizco y el chiquillo emprendió carrera y desapareció.
      — ¡Nicolás, Nicolás!—llamó la madre. El muchacho ni siquiera volvió la cabeza y cruzó con paso rápido la calle, porque ya le preocupaban las apariencias y no quería que la gente lo viera a la cabeza de la procesión de mocosos.
      — ¡Juancito! ¡Juancito! ¡Mi muchachito!
      El chiquitillo comenzó a llorar con voz lastimera y no quería caminar. María lo llevó de rastras y hasta que cruzaron., Ramona entrevió la sucia carita vuelta hacia ella.
      Con las manos en la cabeza entró. El marido salía con los últimos trebejos.
      Le dijo irónico: —Te dejo lo que llevaste el día en que nos casamos.
      La casa estaba vacía. Ella nada había llevado consigo el día que se casaron.
      ¡Era tan pobre! A no ser que su juventud y su frescura que habían quedado enredadas en los abrojos del camino.
*
* *

     Anochecía. Las piezas se llenaban de silencio y de sombra.
      Ramona se metió en la cocina y se dejó caer en una piedra abandonada en un rincón. Lo único vivo en torno suyo era una brasa que había quedado entre las cenizas del hogar. Y la mirada de la pobre mujer se agarró ansiosa de aquella luz mortecina y su corazón se tendió., como un animal herido por el frío, hacia el pedacillo de calor que brillaba en la oscuridad.
      En su cabeza giraba un torbellino. Ella era un árbol., el viento había desprendido todas sus hojas y éstas danzaban vertiginosas en torno suyo. Los dientes casteñeteaban.
      ¡Qué frío hacía, Señor mío Jesucristo!
      En alguna parte, ¿dónde?, un desfile de cabezas infantiles.
      Una tenía el cabello rojo y parecía un fogoncito. Esa era la que estaba allí cerca de ella, entre la ceniza. En el silencio, ocho pares de piesecitos golpeaban al caminar sobre el empedrado.
      Pero el empedrado ¿no estaba dentro de ella, en el corazón?
     La brasa acabó por extinguirse entre la ceniza.

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La lagartija de la panza blanca (un cuento para hombres-niños de imaginación grande)

Dicen que había una vez Doña Anacleta. Doña Anacleta dicen que escondió a Morazán. En una cueva. Así negra, seguramente grande, con pedruzcos enormes. En el corazón de una montaña. Porque las montañas tienen corazón; de eso estoy segura; de lo que no estoy segura es de conocer a Doña Anacleta y mucho menos a Morazán. La cueva desgraciadamente está en Tres Ríos y no en Guanacaste. Tenemos el hábito de buscar todo lo bonito, todo lo pictórico y típico en Guanacaste; pero yo lo siento mucho: la cueva está ciertamente en Tres Ríos. Allí no hay seguramente llanuras que se llenen de barro y agua en invierno y que se rebosen de sol en verano; no hay inmensidades ni montañas que se derramen chorreadas sobre la maravilla de la planicie. No hay todo eso. Pero hay árboles azules con el tronco morado y hay montañas, sí, seguramente. Y hay bonitos rincones de sombra y caminitos pincelados sobre el pasto.

Pero esto es ahora. En “estos tiempos”, yo no sé. Porque todo esto sucedía en “esos tiempos” en Cartago. Esto quiere decir una época que se puede situar en el lugar de la historia que nos guste más; podemos vestir a las señoras de crinoina y tontillo, o ponerles camisa de gola. Había, pues, una señora venida a menos. Ahora caigo en la cuenta de que la señora como vino a menos, debió usar primero crinolina y tontillo y luego, camisa de gola. Bueno, no importa. La señora también tenía hijas.

Las hijas estaban en inminente peligro. Desde luego, No había plata en la casa. Su equilibrio moral... Bueno, su equilibrio moral amenazaba. Ya se vé. Eran lindas y así... dulzonas, lechosas. Debía ser muy lindo todo aquello. Pero así, o por eso, la señora sufría. Sí, sufría mucho. Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas. Seguramente las rondaban a caballo, y les cantarían serenatas y las muchachas debían mover mucho las enaguas. Y lavaban el piso, porque una debía cocinar, la otra hacía la casa y la otra... Bueno, yo no sé si se puede repartir el oficio sin saber cuántas eran... La señora se fue entonces a la cueva a pedirle al er... Se me olvidaba decir que la cueva tenía un ermitaño. Y era muy bueno, y estaba muy flaco, y hablaba despacito, y en las tardes veía ángeles blancos. La cueva tenía piedras grises y el ermitaño soñaba con Dios.

La señora se fue y le pidió. El ermitaño rezó. Siempre rezaba, y rezaba con gran fe. Le dijeron los ángeles blancos...

Y entonces el ermitaño estiró la mano. Una mano de brujo, flaca y pálida, con grandes uñascomo ríos en una tierra morena, con tilintes nervios como grandes costuras, para darle lo primero que viera. Antes había estado con los ojos al cielo, muy celestes y muy iluminados, y luego los había bajado resbalando sobre las paredes, sobre toda la tierra, sobre el musgo, sobre las hojas secas, y allí, estaba una lagartija.

Aquello era, no había duda, lo que él tenía que darle a la señora. No se le ocurrió seguramente pensar al ermitaño en el poco valor de una lagartija, porque estiró su mano de brujo y la lagartija se puso quieta, agarró con su mano de brujo y la lagartija se puso tiesa, dura, fría y pesada.

La señora hizo con las suyas un nido de recogimiento y credulidad para recibir. Puso los dedos entrelazados. Así... Uno sobre el otro y las dos palmas se ahuecaban cascarosas y rajadas, y los ojos miraron el nido hechos un despabilamiento de admiración.

El ermitaño entonces vació la extraña joya: la lagartija cubierta de esmeraldas por encima y por debajo, porque todavía no tenía la panza blanca.

Y ella se fue. Por el camino pincelado en el pasto, por la verja de árboles estatuados contra el caminito.

Y fue a valorar la joya donde el viejo avaro que tenía manos de santo. Pero la señora no queria tantos doblones, u onzas, o la moneda de “aquel tiempo”. Le bastaba con menos; con muchísimo menos. Ella se avergonzaba de la cantidad que se negaba a oír. Entonces el viejo arrancó las esmeraldass de la panza. De la panza para que no se viera mucho, y pagó.

La señora puso casa. Las hijas buenazas, ñatonas, y que movían las enaguas se casaron seguramente con el caballero que las rondaba a caballo y que les cantaba serenatas por la noche. Y la señora pensó que no iba a necesitar más. Era mucho lo que tenía su humilde felicidad. ¿Para qué más? Subió al día siguiente por el senderito de la montaña con el nido de las manos hecho unciosa y amorosamente. Un nidito de fe hecho con pajitas de cariño y calentado con lágrimas de agradecimiento.

Dicen que el ermitaño cogió la lagartija con sus manos de brujo, y la lagartija dejó de ser fría, inerte y pesada y dicen también que la puso en el suelo y la lagartija echó a andar.

Y también cuentan que desde “aquel tiempo” todas las lagartijas allí en los alrededores de la cueva de piedras grises y musgo verde, por los caminitos de la cuesta de la montaña entre los árboles azules de tronco morado, y por donde la señora subió y por donde la señora bajó, tienen la espalda verde y la panza blanca.

Esto lo cuenta un viejo. De manos de brujo. Y dice que es cierto.
Todo es sencillo y arrullón y tembloroso. Así... bueno, suave y tranquilo como debía ser todo en “aquel tiempo”.

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Mamá Canducha de “En una silla de ruedas”

Candelaria era una anciana india de origen guanacasteco, con la piel color de teja, casi negra, de facciones rudas que guardaba un corazón en el que Dios había puesto todas sus complacencias. Miguel se decía que Candelaria era como los cocos que envuelven su pulpa blanca, azucarada y suave, en una cáscara dura y color terroso.

De joven sirvió en casa de los padres de Jacinta; después se casó tuvo hijos, pero éstos y el marido murieron. Cuando se casó la niña Cinta a quien viera nacer, se fue con ella y le ayudó a criar a sus hijos.

Servía con fidelidad y desinterés. Candelaria era una de esas criaturas que sirven sin rebajarse: su obediencia era aquella que ennoblece a quien la practica. Donde llegaba se hacía luego indispensable: se imponía enseguida, inconsciente y sin hacerlo sentir, dulcemente, porque su corazón estaba casi siempre en lo más alto que el de sus amos. Lo que tocaban sus dedos oscuros y nudosos quedaba en orden y rodeado de una aureola de limpieza. Su lengua tosca tenía siempre la palabra que se necesitaba: en la alegría, sabía echar ramilletes de chispas inofensivas como las de la piedra de afilar cuando trabaja; en la ira, era un cántaro de agua que apagaba las llamas; en el dolor, la gota de aceite que calma.

Era una existencia humildosa y noble que hacía evocar el verso del poeta inglés: ”Sus pasos hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas”. Si a Candelaria le hubieseis dicho esto, quizá no os hubiese comprendido: sus pies desnudos, morenos, de planta endurecida, dejando huellas sobre las que nacían flores! - Vaya, vaya y ¡qué modo de hablar! Para los niños era algo tan indispensable como su madre. La llamaban mama Canducha. Ella los quería a todos, pero su devoción por Sergio era casi fanatismo. Cuando murieron sus hijos y su marido, su amor quedó flotando como una hebra de miel en el espacio; un día encontróse con esta vida triste y delicada y allí se prendió y tejió en su torno un capullo de ternura.

Era ella quien acostaba y levantaba al niño, le preparaba sus alimentos y le arreglaba su ropa. Enternecía verla acomodando la gaveta de Sergio: doblaba con primor las camisas, los pañuelos, los cuellos y entre cada pieza metía hebras de raíz de violeta para que oliesen bien.

Jamás se borró de la memoria de Sergio la sensación de bienestar que lo invadía cuando al anochecer lo cogía mama Canducha entre sus brazos y lo llevaba a un rincón de la sala. Allí se sentaba en una poltrona, lo arrullaba y le narraba cuentos. Y los regazos de la anciana le parecían más mullidos que los almohadones de su silla: tenían una suavidad animada y cariñosa de la que carecía el terciopelo de aquellos.

Gracia y Merceditas sentábase a los pies de ella, en los pequeños taburetes de asiento de cuero que les hiciera Miguel. Entonces les relataba los cuentos de El tonto y el vivo, de La Cucarachita Mandinga y las aventuras de Tío Conejo, Tía Zorra, y Tío Collote, y jugaban la Pisi pis: gaña y al Pisote. Y cuando la cabeza de Sergio se abatía sobre su seno y las de las niñas sobre sus regazos, entonaba canciones ingenuas al son de las cuales dormitaban los niños:

            ¡AY! ¡QUIEN FUERA PERRO NEGRO,
            NEGRO COMO EL SAPOYOL,
            PARA METERME EN TU COCINA
            Y ROBARTE EL NISTAYOL!

        Y luego:

            LA VIRGEN LAVABA,
            SAN JOSÉ TENDÍA,
            EL NIÑO LLORABA,
            JOAQUIN LO MECÍA.

Los niños tejían ensueños con estos versos mientras dormitaban.

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El rastro de la mariposa.

-Teóricamente es posible – dijo Hans y cruzó el aposento agitándose de una manera indemostrable. Sonó un fuerte gloouuuu. Rafael miró el tubo de vidrio en forma de paraguas invertido, conectado a otros cuerpos vítreos, burbujeantes.

Hans se ajustó el cinturón sobre la túnica inmaculada; se acercó al laboratorio, reguló la válvula de vapor que escapaba en cantidades mínimas; fue hacia un rincón iluminado con luz que parecía no tener origen; abrió la puertecilla de la alacena empotrada en el muro; sacó un frasco de cristal y sirvió dos vasos de un líquido violeta.

-Tu elixir negro -musitó Hans con tono de creyente en oración, y alargó el vaso al pintor.

En vez de tomarlo, Rafael se puso en pié y miró con intensidad el líquido que Hans le ofrecía y que, al quedar expuesto a la luz, cambiaba adquiriendo un tono negro aceituna. Acercó los ojos a la superficie del vaso lleno, envuelta en llamas ondulantes de plata mercurial que volaban, de algún modo impalpables y, sin embargo, visibles en dimenciones mayores que su extraña esfera de acción. Su mirada pasó, involuntariamente, de las ondas de mercurio flamíger, a la mano que sostenía el vaso. Sintió vertigo, al ver que la mano estaba interiormente alentada por la misma llama de mercurio, gaseoso y ondulante... ¿O todo era una ilusión? ¿No ardía el mercurio en las células de aquella mano? Asu pesar alzó los ojos y encontró los de Hans.

Había en ellos una febrilidad mucho más intensa que la habitual. Y también... ¿O era otra ilusión?... El deseo de dar una respuesta. Pero Rafael nunca preguntaba nada. Ávidamente tomó el vaso, mientras la hoguera fría de la superficie crecía, y las llamas se fugaban, tomaban la forma de espiral, y se disolvían al contacto con el espacio de afuera.

Aunque tantas veces había sido testigo de esto que llamaba paisaje humano, nunca ante él dejaba de sentirse en un estado que no podía nombrar. Y pese a que innumerables veces había recibido aquella dádiva única, nunca antes había notado que, en la proximidad de la onda mercurial, la mano del sabio rebasara los límites corporales. ¿En presencia de quién, de qué estaba? ¿Cuántas veces se había hecho la misma pregunta?

En el fondo del vaso persistía una chispa de plata. Después de algunos instantes se apagó. Entonces apuró el primer sorbo. Conoció de nuevo aquel sabor que parecía deleitar a todas sus células, como si se convirtieran en cuerpos con órganos gustativos, encadenados en una misma atracción sensorial. Paladeaba poco a poco y se embriagaba, con una embriaguez que nada tenía en común con la del vino, y sí con la que podía llamarse suprema energía de la conciencia. Pero no estaba solo ni con Hans. Junto con él, sentidas por él, sintiéndolo como contenido y no como continente, se embriagaban sus células, en ese gran delirio lúcido de la conciencia. Y de pronto cesó, tan súbitamente como se sale de un trance hipnótico sin dejar ni el menor rastro. ¿Cuánto duraba? Nunca supo la duración de ese estado indescifrable, por más que le hubiera sido fácil medirla (¿lo había sido, en verdad?), con sólo mirar su relog en la muñeca. Pero no quería saber nada... Me repugnaba saber. Se me retrasarían los sentidos si pensara en la duración de una flor en lugar de mirarla.

-Teóricamente es posible -repitió Hans.

Es una idea fija -se dijo Rafael, irritado y fascinado a la vez. Levantó los ojos del gran topacio que reverberaba en el meñique izquierdo de Hans. Hans lo estaba mirando fijamente con aquellos ojos atigrados de lo uqe acecha sin saberlo.

-Lo mismo han querido otros, antes que tú -dijo Rafael. Crear un organismo viviente en toda si prodigiosa complejidad, desde la célula más simple hasta la de mayor complicación estructural, ha sido el sueño de una legión. Pero hasta ahora, lo único que han hecho es romperse las alas...

-Hasta ahora -interrumpió Hans levantando la voz- no lo han conseguido porque trabajan con instrumentos tan complicados como groseros... Y porque su saber es fragmentario. Para averiguar el secreto de la danza ritual a que se entregan las cromatinas, antes de la división celular, no basta un microscopio superelectrónico; no osn suficientes sus bases teóricas y sus burdos colorantes. Para todo eso y otras cosas, hacen falta colorantes que hayan pasado por un proceso de ultrarrefinamiento continuo.

-Te refieres al método de refinamiento alquímico.

-¿Y a qué otra cosa podría referirme? ¡Claro que sí, hombre! La diferencia que hay entre los otros y yo, es que ellos trabajan con substancias, y yo con la substancia. ¡Microscopio ultraelectrónico! ¡Y pensar que la existencia de ese chisme bastante inútil los asfixia de orgullo! ¡Pobre Dr. Nirenberg! ¡Créeme que casi me duelen las “hazañas” del pobrecito Dr. Pelo! No. No mi querido amigo. Para contemplar la sutileza intrínseca y, lo que es más importante, la fuerza secreta de la molécula de DNA, se requiere un aparato que funcione con fuerzas inmensas sutilizadas. ¿Me entiendes? Busquemos las cosas con los instrumentos adecuados. ¿Verdad que para examinar la diminuta marca de una cucharita de plata, utilizas una lupa potentey no el anteojo de un astígmata? Pero resulta que ellos buscan el ser, y aun su causa, con anteojos de larga vista.

-De acuerdo. O con palillos de dientes, convino Rafael y añadió: Pero, ¿qué es lo que te propones ahora? Preguntó porque parece que estas empeñado en decírmelo. Quiera o no quiera.

-¿No quieres oírme?

-Prefiero no oírte.

-Tienes que oirme... Y vas a oírme porque estás menos incomunicado que yo... porque tienes algún vínculo con algo... Porque hoy, precisamente hoy, necesito vincularme a todo trance... Porque necesito mostrar mi soberbia, no como un acto de contrición sino de humildad...

Hans hablaba con voz afónica, como siempre que lo subyugaba la emoción. Rafael, sacudido, se enderezó para escucharlo.

-¿Qué es lo que me propongo ahora?... Ahora... jm... ahora. Decir ahora es ignorarlo todo de mí... Pero no tienes la culpa. Yo mismo he vivido tantos siglos... que he olvidado mucho... ¡Ignoro ya tanto de mí!... Sí, no sabes. Nunca sabrás cuánto, porque hasta para mí eso tiene ya la categoría del misterio más profundo... Pero esto a nadie le interesa, ni siquiera a mí. Lo importante es que no sabría lo que sé si... Se necesita tiempo... Sí, sí, tiempo, querido, mucho tiempo...

Rafael miró aquella tez pálida pero fresca de Hans; su pelo renegrido y vivo; sus ojos de un joven de 40 años, atigrados y cambiantes como los de un iluminado. Por primera vez se sorprendió tomando en serio aquel frecuente decir de Hans: “¡He vivido tantos siglos!” Se preguntó una vez más a qué hora había acumulado este hombre tantos y tan complicados conocimientos. Aquello parecía milagroso. ¿Cómo se puede ser tan sabio a los cuarenta años? ¿Tenía Hans 40 años, 400 años, 1000 años? Sintió una necesidad de preguntar, rara en él; pero se contuvo. Tuvo conciencia de que Hans seguía su movimiento interior con los ojos que penetraban.

-¿Sabes otra razón para que tengas el honor y la obligación de oírme? Que no preguntas... Que puedes vivir en silencio y con deleite... Por eso eres uno de los pocos seres vivientes a quienes casi amo... Y admiro.

Hans sonrió. Rafael no pudo evitar, ante aquella sonrisa vista por primera vez (ahora se daba cuenta de que nunca había visto sonreír, ni menos reír al Dr. Hans Arnim) que lo invadiera algo indefinible. Porque Hans Arnim se transfiguró. Aquella sonrisa lo transformó en ángel caído, profundamente seductor y perseguidor, con algo o mucho de los ángeles que perseveraron. Era una revelación anonadante porque escondía otra: Este hombre debe haberr amado alguna vez...

-Sí, escúchame bien – estaba diciendo Hans. Desde hace muchos, muchísimos años, busco el secreto de la mariposa... Quiero construir una, desde sus cimientos, hasta el punto límite de sus alas ¿Te causa estupefacción señor pintor, que no ambicione construir un hombre, célula por célula? ¿Te extraña que centre mi potencia y mi acto, en un ser aparentemente inferior al “gran rey de la creación”?

-No hay criaturas inferiores ni superiores. Sólo las hay distintas. La diferencia entre ellas reside sólo en grados de belleza.

-Exacto. Dicho precisamente: en la belleza de su esencia.

-Quieres ser igual a Dios.

-¿Y tú? -contestó Hans con otra pregunta, según su costumbre.

-En un tiempo busqué la iluminación -murmuró Rafael.

-¿Cuál es la diferencia?

-Tú apeteces el poder. Yo quise la integración de mi ser, infinitamente pequeño, en el Todo, infinitamente grande. Perseguí lo que tú, un día en la alquimia. Pero tú, por tu vía, no conseguirás lo que persigues. Yo por la mía, ya lo he conseguido.

-No me escuchas. Por eso desafías a un artista que no quieree y no puede aceptar el desafío.

-Permíteme ser pueril... ¿Quién que es no es pueril alguna vez?

-Eso no es puerilidad sino enajenación. Algo te ocurre, no raro sino extraordinario, para que monologues hasta el extremo de no ver que estoy empleando el verbo en pasado.

-¿No resolviste tu koan?

-No -dijo Rafael.

-¿Crees que lo harás?

-Creo que jamás lo resolveré. No soy ni nunca podré ser pintor zen. Siempre seré pintor a secas, inevitablemente pintor ante todo. Haga lo que haga, no logro desasirme del goce estético. Mi mente y mi espíritu no consiguen prenderse a la exaltación del koan, llamados por las apariciones de la belleza.

-¿Has renunciado?

-Sí -dijo Rafael sin amargura.

-¿Te duele?

-No, tengo la pintura. Por ese camino iré a alguna parte. Al fin se me abrirá una puerta, o varias; o ninguna; pero ese es mi camino y el que debo seguir... Mi error consistió en ir por el que no me pertenecía. Pero tal vez no fue un error, sino un movimiento necesario y previsto.

-¿Qué quieres decir?

-Durante dos años noté que cuanto más me internaba en la senda del koan, tanto más me ligaba al goce estético en sí, en vez de desligarme de él... hasta que me fundí con él en forma tal, que hemos llegado a ser una y la misma cosa... Yo... Un estado del alma, mientras sobre la tela hago nacer la animación que nunca cesa. Nada más quiero ni puedo ambicionar. El misterio del koan no me dijo el Nirvana, pero sí el centro de mi equilibrio en la tierra... Y presieto que algo más que tal vez nunca llegue a saber... Los designios del Altísimo son inescrutables.

-De modo que ahora eres solamente pintor -observó Hans recalcando los adverbios.

-Solamente pintor -dijo Rafael sonriendo con toda su cara fuerte y virginal, de un modo que a Hans le pareció burlón.

-¿Y no deseas más? -insistió Hans, sin querer darle importancia a la sonrisa burlona.

-No. Me conformo con goces más modestos. Creo que me he vuelto sumamente sabio. Quiero ser el prójimo de una libélula... O su par, cuando más. Pero nunca su padre material y espiritual. Estoy a salvo.

-¿A salvo de qué?

-No corro el riesgo de integrar la legión de los desesperados, que se quemaron las alas...

-Hans se arrojó. Su inmensa mano larga apresó la muñeca del pintor. Se miraron. Eran dos fuerzas poderosas que se repelían y atraían simultáneamente. La mano de Hans seguía apretando la muñeca del más que nunca enemigo.

-Escucha -dijo Hans-. ¿No sabes que todavía existe una multitud de moléculas desconocidas, y que yo conozco algunas de esas desconocidas moléculas? Y eso no es todo... Desde hace años las mentes científicas se preguntan, cómo se duplican los genes, miles de millones de veces, para poblar miles de millones de nuestras células... Y yo tengo la respuesta a esa extraordinaria pregunta... Sí, sí, querido mío... Yo la tengo... a ésa y a muchas otras... Por ejemplo, a una fundamental para la hechura de la mariposa.

Rafael se desasió del puño que rodeaba su muñeca como un torniquete; Hans se desabotonó el cuello de la túnica, mientras el sudor le escurría por la frente.

-Lo que sigue te lo diré en pocas palabras -dijo Hans, de pie frente al pintor, con los brazos cruzados sobre el pecho; los ojos ligeramente entrecerrados, como si quisiera concentrar su fuerza sobre Rafael.

-Lo que sigue es esto -prosiguió: como no ignoras, es la molécula maestra de DNA la que sabe cómo se hacen las uñas, el corazón, la piel y, en fin, todas las partes del organismo vivo; y es otra molécula proteínica, la de RNA, la que transmite a los ribosomas la información que le da la de DNA, para que fabriquen las proteínas de que se componen los organismos vivientes. También sabes que, hasta ahora, se ha ignorado el mecanismo molecular de informes, del DNA al RNA, y de éste a los ribosomas. Pues bien, ¿Te asombraría saber que lo he descubierto? ¿Te das cuenta de que quien sabe esto puede mucho?... Con esa clave en la mano, todo es un juego de niños... Sí, es puro juego de niños leer la cifra de amino{acidos, de una mariposa cuya especie se extinguió hace cinco mil años... ¡Criatura deliciosa! La encontré en un glaciar, hundida a poca profundidad... Buscaba otra cosa y la encontré a ella. Iba sólo y la encontré... y no lo que buscaba. Las alas transparentes, blancas, alargadas... De eso se trata... De... No, no imagines que quiero simplemente resucitarla... Se trata de hacer una copia de aquel animal que vivió hace miles de años... Hacer una de las que aún viven no tendría sentido... Por lo menos para mí... Esto no es todo lo que sé, pero que te baste... Por ahora. Sólo añadiré una última lección... ya sabes que lo que produce la luz de las luciérnagas es una enzima especial.... También sabes que, durante siglos, el hombre se ha preguntado por qué y como vuelan ciertos animales... He logrado descubrir que este fenómeno, como el de la luz fría de los insectos, también se debe a una enzima especial... Y que la diferencia entre las alas de un pájaro y las de una mariposa, por ejemplo, tiene su causa en variaciones de las disposiciones geométricas de substancias ultrapuras... Si las ordenas en cierta forma, el resultado es un animal con alas de determinada especie. Es más... No sólo es ésa la clave de las alas, sino de la totalidad de criaturas vivientes. Cada parte de ellas también debe su función y su forma a determinadas disposiciones geométricas de la materia. La llamada “Cifra genética”, por medio de la cual se comunican y obran el DNA, el RNA y los ribosomas, sólo es número y geometría pura... Dejé la alquimia cuando había llegado al penúltimo escalón, porque no me interesaba su fin último sino sus medios... Yporque llegó a fascinarme el movimiento de todo ser vivo... la multiplicidad de movimientos que ocurren en cada ser viviente... el juego atómico, la agitación molecular... la célula capaz de realizar dos mil actos diferentes por minuto y en la cual, por lo tanto, el tiempo queda desintegrado por la velocidad y simultaneidad de la moción que ocurre dentro de nosotros, y que ni siquiera sospechamos... Ésta es mi obsesión... El movimiento elevado a regiones matemáticas con las que sólo es posible soñar, porque los números que las rigen son una ecuación suprema. ¿Comprendes ahora por qué fui a la bioquímica, a la fisicoquímica, a la biología molecular y a otras cosas igualmente seductoras...? Lo demás era natural y llegó solo. No me importan los años de sufrimiento porque ahora sé...

Hans se inclinó súbitamente y dijo en voz baja, más afónica ahora, acercando los labios al oido de Rafael, como si alguien más pudiera oírlo:

-Voy a mostrarte algo. Nada importaría que hablaras de lo que vas a ver, porque no te creerían. Ven.

Llegaron ante una inmensa puerta de hierro. En la gran habitación abovedada, revestida de un metal que Rafael no pudo identificar, sólo había, en el centro, un aparato de grandes dimensiones que parecía... ¿A que se parecía? ¿Tal vez a una enorme cámara fotográfica?

Rafael no pudo averiguar a qué se asemejaba el objeto, porque Hans presionó un botón y todo quedó a la vista. Lo que absorbió la atención de Rafael no fue la materia de aspecto vítreo, en la que sumergidos, se balanceaban como mecidos por la brisa, sobre estructuras semejantes a torres de alta tensión, unos discos de consistencia nebulosa. Algo aun más notable le hizo clavar los ojos en un punto: el espejo redondo, vertical, con apariencia líquida, sostenido por dos esferas; y un rayo de luz reflejado dentro del espejo. Hans presionó otro botón y la escena cambió... Iluminada por el rayo, surgióuna forma geométrica que se movía simétricamente, con un ritmo quántico, brotando descargas de luz blanca azulada.

-El átomo de carbono -explicó Hans-. La vida brotando de los electrones que forman su valencia... Estás mirando el átomo mas poderoso de la tierra... La forma de donde nace la chispa vital... Verlo es contemplar el primer día de la creación. Detrás del espejo hay un laboratorio, donde realmente actúan varios átomos de carbono...

Rafael sintió vertigo al notar, súbitamente, que todo lo que miraba se habia agrandado, hasta alcanzar proporciones enormes y llenar un espacio muchas veces mayor que el aposento donde se hallaban... Y que todas las formas contempladas se iluminaban con luz propia, dentro de una atmósfera negra y palpitante. Estremecido, volvió a fijar los ojos en el átomo centelleante que se movía dentro del espejo.

Regresaron al laboratorio mientras Rafael sentía que trastrabillaba por dentro, invadido por una sensación de náusea.

Se despidió sin palabras. Salió al aire fresco de la caida de la noche, como si por primera vez penetrara en el mundo aparente en que se mueven los hombres. Sintió extrañeza de cuanto lo rodeaba. Casi no reconoció el almendro que siempre había estado a la derecha de la casa de Hans... Lo identificó momentos después, pero no supo su significado. Le costó trabajo persuadirse de que el farol del alumbrado no era una alucinación; que tampoco lo era el perro colilargo y orejón, echado en medio de la acera, con las patas delanteras colocadas paralelamente, igual que una esfinge.
Los objetos y seres se habían sumergido en la irrealidad del más acá. Decidió ir a pie hasta su casa. Tal vez así hallaría algo a que asirse... Algo que lo devolviera al mundo bello y simple a que pertenecía; aquel mundo con un velo echado, que no deja ver el misterio. Era necesario que lo hallara antes de dar vuelta a la llave en la puerta de su casa. Sentía que si se dormía en ese estado de conocimiento de la irrealidad profunda de la realidad, no despertaría siendo el mismo. Torció en dirección contraria a su casa. Se detuvo frente a una vitrina de un anticuario. Desde el centro de la vitrina lo miraba un personaje de Bizancio enmarcado en oro; un rey de copas que, con su palma derecha, sostenía un orbe en el centro del cual había un triángulo, dentro del cual miraba un ojo, y que, con su izquierda sostenía otro orbe transparente, dentro del cual fulgía un cetro. Rematando la esfera resplandecía una corona. El rey de copas extendió ambas manos, mientras los dos orbes giraban vertiginosamente. El rey de copas bajó uno de sus párpados; después, bajó el otro párpado. Los dos párpados llegaron al suelo. Rafael miró al interior de la tienda. El anticuario lo estaba espiando con ojos amablesy un poco turbios. Rafael huyó caminando despacio; después echó a correr sin parar.

Exhausto, se detuvo bajo un árbol de la gran avenida, bastante solitaria a esas horas. Se apoyó en el enorme tronco y lanzó una mirada en torno; temía que lo vieran en ese estado; pero pronto se tranquilizó; el árbol daba mucha sombra y el transeúnte más cercano era un vendedor de periódicos que no parecía interesado en venderlos. El Correo de la Tarde con las últimas noticias de la expedición al...

Rafael vio que el niño sujetaba una hebra de hilo con la cual arrastraba... ¿Qué era aquello que serpeaba por el suelo sujeto al extremo del hilo? Un montoncito de hilo. El niño interrumpió intempestivamente su pregón casi inaudible y murmuró dirigiéndose al montoncito de hilo: “Ya verás, mi caballo, ya verás cuando lleguemos a la isla mágica, con el árbol que canta, el pájaro que habla como nosotros y las frutas de perlas riquísimas que...”

Rafael miraba fascinado al niño que se alejaba con su caballo -montoncito de hilo. Se sintió devuelto a la tierra; a la alegría de no participar abiertamente en lo desconocido. Casi abrumado de gozo, se encaminó al parque. Allí, varios hombres discutían sobre las próximas elecciones. Se sorprendió al darse cuenta de que escuchaba con atención, el debate político que nunca le había interesado. Por primera vez, ese día, sintió que era un hombre como todos. Esraba casi asfixiado de alegría súbita. Quería abrazar y besara todos aquellos hombres del ágora.

-Cómpreme los peces de colores -dijo la vocecita dejó un aro en el suelo y levantó la redoma.

-Dígame si no brillan -inquirió el niño levantando la redomilla de vidrio, para que brillara la luz del parque.

-Brillan mucho, y son hermosísimos. ¿De dónde vienen?

-De varios ríos y de un lugar llamado la India... que no existe -replicó el muchachito con la cara iluminada, ante la evolución de un lugar que no existe.

-No existe y por eso es maravilloso... y da peces de brillo y flores descomunales.

-¿Como de que tamaño?

-Como del tamaño de la sombrilla de tu mamá.

-Mi mamá no tiene sombrilla, la única que si tiene es la señora de la floristería.

-Pues como del tamaño de la sombrilla de la señora de la floristería. -Rafael sacó un billete grande y nuevecito.

-Dame los peces de colores.

Rafael lo miró alejarse saltando y haciendo girar el aro. Soñó que había soñado que Hans lo transportaba a una atmósfera negra y palpitante. Despertó sobresaltado; volvió a sentirse enfermo, sin saber... pero no... Allí, sobre la mesa de dibujo, se agitaban los pecesillos en la redoma. No había soñado.

Notó algo en su corazón... Como si hubiera aumentado de tamañoy le pesara. Estiró el brazo para tomar la bata. Sintió los huesos de ese modo! ¿De cuál modo? Rafael trató de analizar aquella sensación. ¿Le dolían los huesos? No. No le dolían. ¿Le complacían? No, tampoco. Simplemente estaban ahi... Y no eran el dolor o el placer los que le daban conciencia de ellos. ¿Qué era entonces? Recordó que... Según creo era miércoles... No como desde el lunes... Tengo hiperestecia por ayuno... Eso es todo... ¡Que soy un necio!...
En el restaurante del parque, bastante solitario a esa hora, estaba la pareja de ancianos en la mesa de siempre. Ella muy dulce, con el gran lunar pintado en la mejilla y el sombrero alado para protegerse del sol. ¿O para qué era?

Tenía frío. Pidió vino tinto caliente. Notó que ya no sentía los huesos. Al saborear ese vino de la tierra, inocente y alegre, que nada decía a sus células, le pareció que era el mejor del mundo. Doctor Hans Arnim... Nunca volveré a tomar tu vino... Jamás desearé ese beneficio de duración efímera reservado a muy pocos... Te lo beberás con los demonios que te rondan, menos yo. Alzó el vaso, brindó con nadie o con el aire y dijo: ¡Salud! Notó que la ancianita lo miraba maliciosa a hurtadillas... Debe pensar que estoy loco... ¿Y qué? Yo también pienso que ellla está loca.

El camarero esperaba. La verdad era que no tenía hambre.

-Tráigame cualquier cosa y el periódico.

Una mariposa azul pasó por el parque. Rafael apartó la mirada... ¡Otra vez Hans! -Se dijo irritado; pero un instante después la buscó a su pesar y la siguió absorto. De pronto le pareció que los pájaros y las flores... Que los árboles no eran árboles, sino metáforas de árboles que vivian muy lejos. El parque... El parque no estaba irreal en la forma acostumbrada. Los surtidores de la fuente cercana, ¿por qué sonaban distinta y separadamente, lo mismo que notas sincopadas?

Clovó los ojos en el periódico. La palabra le hizo el efecto de un rayo. Allí, en grandes letras, Hans. Desdobló el diario. Leyó: EXTRAÑA DESAPARICIÓN. La nota era breve. Decía: ”Hoy, a eso de las tres de la madrugada, los vecinos del Dr. Hans Arnim fueron despertados por el ruido de una explosión. Más de 50 personas que salieron de sus casas a indagar, fueron sorprendidas por otra explosión, que parecía haber ocurrido en la casa del misterioso doctor.

Mientras uno de los curiosos fue a llamar a la policía, los demás se acercaron cautamente a la casa. Oyeron entonces, el crepitar de un incendio y observaron que las dos habitaciones que daban a la calle, se iluminaban intensamente.

Rafael transpiraba atornillado a la silla, sin casi poder comprender lo que leía. Prosiguió trabajosamente: “Los bomberos no perdieron tiempo y derribaron la puerta de entrada provistos de mangueras. No obstante, al entrar en las habitaciones 'incendiadas' completamente desiertas, comprobaron que no había tal incendio, aunque la temperatura que ahí reinaba era excesivamente alta.

Seguros de que el Dr. Arnim había sido víctima de algún accidente, lo buscaron por toda la casa y en el pequeño jardín del fondo, sin hallar ni rastros de él.

Por otra parte, con excepción de algunos vidrios rotos, no se apreciaron más daños.

Es posible que el Dr. Arnim haya estado ausente en el momento de la rara explosión, y del más aún raro 'incendio'; pero si fue asi, ¿porqué no se halló ni el menor indicio del sabio?

El doctor vivía completamente solo. No se le conocen parientes ni entre sus papeles se ha podido encontrarr ninguna pista en este sentido. Los vecinos han declarado que sólo de vez en cuando recibía visitas.

¿Que hay en el fondo de esta misteriosa desaparición? La policía trabaja activamente en el caso”.

El parque se había alejado. Era un parque visto a través de binoculares. ¿O era que los ojos se le habían hundido hasta el fondo del cerebro? ¿Quienes, aparte de él mismo, eran los amigos de Hans Arnim? ¿Quién era Hans Arnim? ¿Donde estaba? Rafael creyó saberlo.

El parque se había alejado. Allá, en el centro de las lentes, localizó a todos sus habitantes. Los animales y los vegetales se hallaban en sus ojos simultáneamente, como si estuvieran reunidos en sus pupilas; o como si él se hallara en todo lugar del parque al mismo tiempo. Se quedó quiero mientras lo iba invadiendo la conciencia abrumadora de todos sus huesos. Buscó algo que lo situara en el centro material de este parque, convertido en el centro del universo. Vió, nebulosamente, un plato que contenía algo, Halló, con sorpresa, que podía tomar el tenedor. Lo dejó a un lado con repugnancia. Si puedo tomar el tenedor, entonces... No se atrevió a afirmar: “puedo irme”. Dijo simplemente: “Debo irme”.

Puso un pie en el suelo con todas sus fuerzas. Se levantó por completo. Echó a caminar por el sendero, mientras el parque se alejaba, junto con él, como si ambos estuvieran siendo mirados por un tercero a través de un telescopio. Vió su casa allá, alejándose con cada paso que daba. Se alejaba como el parque y él. ¿Cuánto tardaría en llegar? Sin embargo avanzaba, pisaba firmemente, mirando muy bien dónde ponía el pie. Vió una hormiga allá, en el lejano fondo del suelo, pero no su propio pie... ¿Dónde está mi pie izquierdo? Notó que tampoco veía sus propios contornos claramente. Se dio cuenta de que sus huesos se le estaban aligerando. Atravesó la calle de un salto.

¿Quién estaba poniendo la llave en la cerradura de su puerta? ¡Era él! ¡Era él! ¡Al fin!

Entró. El hueso ilíaco se le había aligerado tanto, que tenía la delgadez de una oblea. Poco después quedó disuelto junto con todo su esqueleto que se diseminó por el cuarto. Ahora se sintió ligero, como el día, acariciado dentro de la carne. Su traje, que ya no contenía nada, cayó vacío al suelo. Trató de verse por fuera... No se veía nada. Se miró por dentro. Vió un agujero luminoso que era él.

Allí estaba el papel en su soporte y el pincel elástico. Se levantó del suelo, con un dedo se apoyó en el aire. Con mano que no sentía el esfuerzo tomó el pincel, lo mojó y empezó a trazar “el resumen de los mas hermosos recuerdos de la vida”. Se concentró en el punto máximo de una flor, y puso el amarillo cristalino que alegró a todos los animales. Pensó en los vientos que se llevaban los olores de todas las cosas, y las formas de todo lo que tocan, y los cantos de los peregrinos bajo el sol. Y fue creando el árbol infundido en el espíritu, resonante y perdido entre los animales que vuelan. Y aquel árbol estaba contenido en una flauta flamígera que asombraba a los viajeros.

Y de pronto se le aparecieron los cielos en cuerpo y alma. El pincel voló delante de la mano iluminada, la mano voló perseguida por un espíritu que brotaba del aire y del fuego y de la tierra y del agua, y tapizaba los muros de la mariposa y su gran desnudez suspendida. Blanca, móvil, extendida sobre el lecho del mundo, la mariposa despuntaba y variaba como el sol, relampagueando invisible entre los cánticos, en todo semejante a un palacio de burbujas. La seguía un escuadrón de seres espejeantes que reflejaban sus alas.

Estaba hecho. El pincel cayó de la mano.

Lo despertó la luz del sol que entraba por la ventana cerrada y el gozo profundo del dia siguiente de la creación. Miró enajenado la hoja de papel... Se incorporó sobresaltado. Allí estaban el árbol y el amarillo que parecía que acabaría de pronto, lo mismo que la luz del día. La mariposa había desaparecido. Turbado, apartó los ojos de su obra. ¿Había soñado que pintaba una mariposa digna del sol? ¿Fue todo una ilusión del espíritu exacerbado?

Volvió a fijar los ojos en el cuadro y vió... Sí, no cabía duda... Sobre el amarillo semejante a una duración brevísima, había un vacio idéntico al cuerpo de la elegida. Ese era su contorno. En el lugar donde estuvieron sus alas, aún se veía una mancha luminosa. Se comprimió la cabeza con las manos. Estoy enfermo. ¡Desgraciado, desgraciado de ti, inferior a tus sueños! ¿Cómo pude pensar que era verdad esa materia en movimiento, ese paso, de la nada, a la movilidad perpetua del aire? ¡Dios, hazme, algún día idéntico a uno de mis sueños!

Se levantó abatido. Se acercó a la mesa para ver más de cerca. Sobre ella, en su soporte, lo miraba el árbol perdido entre los animales que vuelan. Se acercó aún más. Le pareció que la superficie de la mesa tenía un brillo insólito... Pero no indagó su causa, absorto en la contemplación de su obra... Sólo miraré el árbol y el espacio desierto... donde creí darle ánima... Ya nunca miraré nada más...

El brillo se concentró en un punto irisado y transparente. Fue entonces cuando se vio y se inclinó para mirar, con ojos de poseído. Allí estaba sólo eso: una crisálida irisada, transparente, rota hacía unos segundos, todavía húmeda.

Abrió la gran ventana y abatió los ojos, porque supo que no podría mirarla vivir.

En un instante, el pintor vio de nuevo su cuerpo. Él, como el rastro de la elegida, apareció en el mundo.

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