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EL PAJARO DULCE ENCANTO

Había una vez un rey ciego, como el de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos, pero los ojos no daban trazas de ver.
Había una viejecilla curandera que era bruja y tenía fama porque había hecho algunas curaciones que los doctores no habían conseguido. Por un si acaso, la hicieron venir al palacio, y ella dijo que se dejaran de ruidos y que buscaran el Pájaro Dulce Encanto y le pasaran la cola al rey por los ojos: que este pájaro estaba en poder del rey de un país muy lejano; eso sí, que se la pasara el mismo que lograba apoderarse del pájaro.
Los tres hijos del rey se dispusieron a ir a testarear la medicina, y el rey prometió que el trono sería para aquel que la trajera.
Los tres partieron el mismo día: el mayor por la mañana, el siguiente a medio día y el menor por la tarde, cada uno en un buen caballo y bien provistos de dinero.
Al salir el mayor de la ciudad, vió un grupo de gente a la entrada de una iglesia -- "¿Y adónde vas Vicente--? Al ruido de la gente-- se acercó a ver qué era, y se encontró con un muerto tirado en las gradas y uno de los del grupo le contó que lo habían dejado allí porque no tenían con qué enterrarlo, y que el padre no quería cantarle unos responsos si no había quien le pagara.
--¡A mí qué...! dijo el príncipe, y siguió su camino.
A medio día, cuando pasó el otro, vió a la entrada de la iglesia al pobre difunto que todavía no había hallado quien lo enterrara. --Eso a mí no me va ni me viene-- dijo el príncipe y siguió su camino. Cuando el menor pasó en la tarde, todavía estaba allí el cadáver, medio hediondo ya, y las gentes que miraban tenían que estar espantando los perros y los zopilotes que querían acercarse a hacer una fiesta con el muerto.
Al príncipe se le movió el corazón y pagó a unos para que fueran a comprar un buen ataúd y él en persona buscó al padre para que le cantara los responsos; fue a ayudar a abrir la sepultura y no siguió su camino sino hasta que dejó al otro tranquilo bajo tierra.
A poco andar, le cogió la noche en un lugar despoblado.
De repente vió desprenderse de una cerca una luz del tamaño de una naranja, que se fue yendo a encontrarlo y que por fin se le puso al frente. Al príncipe se le pararon toditos los pelos y preguntó más muerto que vivo:
--De parte de Dios todopoderoso, dí, ¿quién eres?
Y una voz que paracía salir de un jucó, le respondió: --Soy el alma de aquel que hoy enterraste y que viene a ayudarte. No tengás miedo, yo te llevaré adonde está el Pájaro Dulce Encanto. No tenés más que ir siguiéndome. Eso sí, no podés caminar de día.
Al joven se le fue volviendo el alma al cuerpo y siguió a la luz. Hizo como ella le dijo y descansaban de día. A los dos días ya no le tenía miedo y más bien deseaba que se le llegara la noche. Y a la semana ya eran muy buenos amigos.
Anda y anda, por fin llegaron al reino donde estaba el pájaro. La luz le dijo que a la media noche se fuera a pasear frente a los jardines del palacio y que se metiera en ellos por donde la viera brillar. Así lo hizo y a media noche entró a los jardines y echó a andar detrás de la luz, que lo pasó frente a los soldados dormidos y lo metió en el palacio sin que nadie lo sintiera. Llegaron por fin a un gran salón de cristal iluminado por una lámpara muy grande que era como ver la luna, todo adornado con grandes macetas de oro en que crecían rosales que daban rosas tintas, y el príncipe se quedó maravillado al ver los miles de rosas que se veían entre las hojas verdes. El suelo estaba alfombrado de rosas deshojadas y se sentía aquel aroma que despedían las flores que daban gusto, y en una jaula de alambres de oro en los que había ensartados rubíes del tamaño de una bellota de café, colgada del cielo raso, y muy alta, estaba el Pájaro Dulce Encanto, que era así como del tamaño de un yigüirro pero con la pluma blanca, con un copetico y las patas del color del coral. Cuando entró el príncipe, comenzó a cantar y el joven creía que entre las matas estaban escondidos músicos muy buenos que tocaban flautas y violines. Y así se hubiera quedado sin acordarse de más nada, si la luz no le hubiera llamado la atención: --¿Idiai, hombré, ya olvidaste a lo que venías? A ver si vas al cuarto, que sigue, que es el comedor y te alcanzás cuanta mesa y silla encontrés.
Así lo hizo y cuando trajo todos los muebles que había, los fue colocando uno encima de otro para alcanzar el pájaro. Con mil y tantos trabajos, se fue encaramando por aquella especie de escalera y ya estaba estirando el brazo para coger la jaula, cuando todo se le vino abajo, haciendo por supuesto un gran escándalo. A la bulla, hasta el rey se levantó y corrió medio dormido y chingo a ver qué pasaba. Y van encontrando a mi señor debajo de todo, golpeado y hecho un ¡ay de mí! Lo sacaron y lo hicieron confesar por qué estaba allí. El rey lo mandó encalabozar y que lo tuvieran a pan y agua. Cuando estaba en el calabozo, se le apareció la luz y le aconsejó que no se afligiera.
A los días lo mandó a llamr el rey y le dijo que se le devolvería la libertad y le daría el Pájaro, si le conseguía un caballo que él quería mucho y que le había robado un gigante.
El príncipe le contestó que otro día le daría la respuesta. En la noche llegó la luz y le aconsejó que dijera que bueno.
Dicho y hecho, la luz lo guió hasta que llegaron al potrero en donde el gigante guardaba el caballo. Escondido entre una zanja, esperó que amaneciera. Apenas comenzaron las claras del día, salió el gigante del potrero caracoleando el caballo, que por cierto era el caballo más hermoso del mundo: negro, como de raso, con una estrella en la frente y con las patas blancas.
Ya la luz le había aconsejado que apenas los viera salir, entrara al potrero y subiera a un palo de mango muy coposo que había en el centro; que esperara allí hasta que regresara el gigante en la noche, y cuando éste tuviera los ojos cerrados no se fiara porque no estaba dormido, sino cuando los tuviera de par en par y que entonces debaría aprovechar para robar el caballo.
Además le contó que el caballo tenía en la paletilla derecha una tuerca y que le diera vueltas a esa tuerca y que vería.
Pues bueno, en la noche volvió el gigante y seguramente venía muy cansado, porque no hizo más que medio amarrar el caballo del tronco del árbol, le aflojó la cincha y él se tiró a su lado. Comenzó a roncar, pero el príncipe se fijó en que tenía los ojos cerrados; poco a poco los ronquidos fueron más, más débiles, y el príncipe vió que tenía un ojo cerrado y otro abierto; por fin cesaron los ronquidos y el gigante tenía los ojos de par en par, unos ojazos más grandes que las ruedas de una carreta. Poquito a poco se fue bajando y desamarró el caballo. Pero este animal hablaba como un cristiano y gritó: --¡Amo, amo, que me roban! -- De un brinco se levantó el gigante. El joven se quedó chiquitico entre unas ramas.
El gigante miró por todos lados y gritó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba? --Luego se volvió a dejar caer y a poco abrió los ojos.
Vuelta otra vez a bajar poquito a poco. Puso una mano en la cabeza del caballo e intentó montar, pero el animal gritó otra vez: --¡Amo, amo, que me roban!
De nuevo se recordó el gigante, pero no vió a nadie. Con cólera le contestó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba! ¡Si me vuelves a decir que te roban, te mato!
Así que el príncipe vió al gigante con los ojos abiertos, muy resuelto se acercó al caballo, que esta vez no chistó. Entonces lo montó, le apretó la tuerca y el caballo salió volando.
La luz había dicho al príncipe que antes de entrar en la ciudad volviera a apretar la tuerca para que el caballo descendiera, y que no se diera por entendido con el rey que sabía aquella cualidad de la bestia. Lo hizo así, y el rey lo recibió muy contento, pero el muy mala fe le dijo que todavía no le daría el Pájaro, si no cuando le trajera su hija, que había sido robada por el mismo gigante.
El joven no quiso contestar nada sino hasta que habló con la luz, quien le dijo que aceptara.
A la noche siguiente partieron y llegaron al palacio del gigante. La luz le aconsejó que llevara el caballo y que lo dejara amarrado entre un bosque cercano al palacio. El debería subir por una enredadera hasta una ventana iluminada, que era la ventana del comedor. A aquellas horas deberían estar cenando. Cuando viera que el gigante había bebido mucho vino y dejara caer la cabeza sobre la mesa, debía tirar unos terroncillos a la niña y le haría señas para que se acercara y lo siguiera.
Todo pasó dichosamente, porque el gigante se puso una buena juma y la princesa, que deseaba con toda su alma salir de las garras de aquel bruto, no dudó ni un minuto en seguir al joven que le pareció muy galán. Al príncipe también le pareció muy linda la niña y al punto se enamoró de ella. El caso es que los dos se gustaron.
Sin ninguna novedad llegaron al palacio, pero el rey, que era muy mala fe, le dijo que le pidiera cualquier otra cosa, pero que el Pájaro no se lo daba.
Entonces la luz le aconsejó que le pidiera que lo dejara dar tres vueltas por la plaza montado en el caballo, con la niña por delante y el Pájaro en su jaula en una mano. El rey convino, y para estar seguro, puso soldados en todas las bocacalles que daban a la plaza. El principe salió muy honradamente, pero al ir a acabar la tercera, apretó la tuerca y el caballo salió por aires, y al poco rato desapareció entre las nubes. Por supuesto que el rey se quedó jalándose las mechas y diciendo que bien merecido se lo tenía por tonto. A él no le había pasado por la imaginación que el príncipe supiera lo de la tuerca.
Bueno, pues, joven, al llegar a su país, apretó la tuerca, y el caballo bajó. Al pasar por una ciudad encontró a sus dos hermanos todos dados a la mala fortuna, que se habían engringolado en unas fiestas, se habían quedado sin un cinco y no sabían con qué cara llegar donde su padre.
Los dos hermanos sintieron una gran envidia por la suerte de su hermano menor que traía no sólo el Pájaro sino una linda princesa y un canallo maravilloso.
El joven los invitó a volver con él, pero ellos se negaron. Eso sí, le rogaron que les aceptara el convite que le hacían de ir a almorzar en un lugar en las afueras de la población. El, sin malicia, aceptó en seguida. Ellos hicieron beber al príncipe y a la princesa una bebida que era un nárcotico, y cuando estuvieron sin conocimiento, se llevaron al joven y lo echaron en un precipicio. Cuando la niña despertó, le dijeron que él se había ido a parrandear en unas fiestas que se celebraban en un pueblo vecino y que la había dejado abandonada. Pero que ellos no la desampararían y se la llevarían al palacio de su padre.
Volvieron a su casa y el rey y la reina se alegraron y ellos para que no supieran por qué el menor no aparecía, lo pusieron en mal, y les hicieron creer que ellos habían sido los de todo el trabajo y que la princesa era una niña loca que habían recogido en el camino. Pero no pudieron conseguir que el rey repartiera el reino entre los dos,porque le pasaron la cola del Pájaro Dulce Encanto y no surtió ningún efecto; el rey quedó tan ciego como antes.
Quiso Dios que la luz libró al joven de que no rodara entre el precipicio, sino que una rama lo agarró por el vestido y unos carreteros que pasaban lo oyeron gritar, se acercaron y lo ayudaron a salir de allí. Les dijo quién era y como se había hecho algunas heridas y no podía caminar ellos mismos lo llevaron al palacio del rey y a los cuatro días fueron llegando con él.
La princesa, que no había vuelto a hablar de la tristeza de la ausencia del joven, al verlo, se puso feliz y el Pájaro que no había vuelto a cantar, llenó el palacio con sus flautas y violines.
Pero el rey y la reina estaban muy enojados contra su hijo menor por los cuentos con que sus hermanos mayores habían venido, y no querían recibirlo. Él, entonces, contó lo que le había ocurrido; los carreteros atestiguaron; además, el joven para probar que era él quien había conseguido el Pájaro, lo cogió y pasó su cola por los ojos del rey, quien enseguido quedó con unos ojos tan buenos que le podían hacer frente a la luz del sol. Se conocieron las mentiras de los hermanos envidiosos, pero el príncipe que era un buenazo de Dios, no permitió que los castigaran, los abrazó y compartió el reino con ellos.
El se casó con la princesa, quien colgó de su ventana la jaula con el Pájaro Dulce Encanto, que diario tenía aquello hecho una retreta.
Cuando la luz vió feliz y tranquilo a su amigo, vino a decirle adiós: Mucho sintió el príncipe esta separación, pero la luz le dijo: --Ya cumplí, ya te demostré mi gratitud. Adiós y ahora hasta que nos volvamos a ver en la otra vida.
Y me meto por un huequito y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.

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El hortelano

Ven conmigo, porque puedes hacerlo.
Vamos al Rastro y lo verás. ¿Has. pajado por el Rastro alguna vez?
Míralo. Es un hortelano de las orillas. Descalzo, negrillo. De bigotes caídos. Dos incisivos superiores le faltan. Muy sucios los pies y las manos.
Acaba de almorzar. Míralo; ya está bebiéndose en botella el café ralo. El muchacho que le trajo el almuerzo está sentado al pie de la carreta. Fíjate; con un pedazo de tortilla de maíz amarilla limpia el fondo de una de las vasijas de la portaviandas. ¿Frijoles? . . .
Todo aquello negrea de moscas. Los pobres, los pacientes bueyes también están cubiertos de moscas.
—Huele mal.
—¡Ya lo creo! como que hemos llegado a un depósito de basuras podridas.
Todas las basuras de la ciudad, algunos centenares de carretadas, allí los depositaron hace dos años. El hortelano ha comprado al Municipio doscientas carretadas de ese abono.
Mejor que el estiércol, dice. No da joboto, que corta los siembros. Hay que irle quitando los vidrios y las latas. Sirve para el café.
—¿Y la huerta?! . .
—La tengo en las afueras. Alguito me produce; siquiera para comer.
Estoy contento.
Y ahora, inconforme, no reniegues más. Ten piedad de él y aprende a vivir. 

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Como si fuera borrego

Hoy vi a Ramón Ceferino, el peón de mi hermano.
—¿Qué tal, Ramón Ceferino?
—Bien por la vez.
—¿Y cómo le fue con la acuartelada?
—Bien y mal.
—¿Por qué mal?
—¿Pues no ve cómo me dejaron?
Y se quitó entonces el sombrero alón de paja, y me mostró el cráneo pelado al rape y lucio como un guacal.
Se le iba el sombrero hasta las orejas, que le quedaban ahora más grandes; se le veía la nariz más larga y afilada; los ojos verdes más vivos e inquietos.
—A tuiticos nos pelaron en dos monazos. Como cuando pasa una quema por un rastrojo.
Algunos se escondían, pero a empujones los llevaban a los barberos.
—Muy ruines para pelar los barberos. Les dije que les pagaba si me le ponían un número más a la máquina. Yo estaba peluquiado un poco bajoncito. Me peluquiaron como si fuera borrego.
Pausa.
—No he salido estos días de casa, porque me corre un cierto hielo por la nuque. No he podido ir a los portales de la Candelaria. Yo soy alguillo vanidoso pal pelo.
Pausa.
—Quedó un montón de pelo que no cabía en una carreta. Seguro lo van a dejar para almohadas. ¡Quién sabe qué cafetal van a abonar con el pelo de uno!
—¿Y cuantos eran ustedes? —¡Uff! Un chorro de gente. Pausa.
—El primer día dimos una aguantada de hambre bárbara. Como a las tres de la tarde almorzamos. Comida regular, en las fondas del mercado. Últimamente ya no nos querían dar de comer por los daños que hacíamos. El azúcar se lo comían en puños. Se llevaban los cubiertos.
Pausa.
—Unos cucharillas me fueron a sacar de la casa. Yo le había dicho a Chepa, la mujer: "No prendas candela, no dilatan en venir".
Tuve que ir porque soy disciplinado. Estaba muy nuevo, de diez y siete años, cuando me disciplinaron. Esta vez no quise ponerme el uniforme. Me hice el tonto para no hacer guardia.
Pausa.
—Aviaos que no nos den nada. Si hay gente de la conocida mía arrimada a la Comandancia, me arrimo también. Quien quita que cobre . ., Todavía el que va a pedir la alta por gusto, por haraganería... Yo fui arriao. Soy hombre de trabajo. Yo tengo obligaciones y estoy sin plata. Ellos no me mantienen la mujer. El teniente Bonilla me buscó la baja.
Que es cuanto tenía que decir, a propósito del pronunciamiento militar del 27 de enero de 1917, el ciudadano costarricense Ramón Ceferino Morales, hombre de campo, vecino de Santa Ana y el peón de mi hermano.

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El loquito


Este es un loquito de dieciocho años, el menor de la familia. ¡Cuánta lástima me da el desgraciado loquito!
Ahí se pasa en el cerco todo el día. No se sosiega. Gatea debajo de las matas. Se echa a veces en el suelo, pero antes limpia el asiento con una pala.
Una tarde se perdió en los cafetales contiguos y lo vinieron a hallar como a la medianoche.
—¿Y qué estaba diciendo a esas horas? —le pregunté a Sacramento, la madre del loquito.
—Estaba ispiando las estrellas.
De un susto se hizo loco. Desde entonces anda en camisa, porque no le paran los pantalones; los hace trizas o los deja perdidos. Arranca monte, cebollas, matas de café, de maíz, cuanto halla. Mira lo que hace, sonríe y da voces de contento.
Escarba el suelo con las manos, come tierra, chupa ladrillos y teja.
Los cogollos de plátanos, las yerbas, los palitos que coge se los lleva a la boca, a manera de flautista.
Desprende de las cercas los poros viejos y los amontona activo, sonriente siempre.
Con cargas de palos o de cañas vuelve a la casa.
—¡Ah pelitico el de mamá! ¡tan lindo! le dice a Sacramento, y se lo soba.
Los niños le temen. El mío, haciendo cucharas: —Papá, no me gusta ese hombre.
Los caminantes se quedan mirándolo. Algunos lo compadecen.


—¿Qué tal?-le digo.
—Bien.
Voz agradable. Otras preguntas. No responde. Me vuelve a ver y sonríe.
Gordito, simpático, bastante parecido a Sacramento.
Pasa un boyero joven y bien parecido y se carcajea de verlo. El loquito sonríe y se queda indiferente.
Si lo molestan se enfurece.
—¿Por qué no lo lleva al asilo? —le digo a Sacramento.
—¡Dios guarde! Es muy comeloncito. De repente me lo dejan con hambre y se me muere más ligero.
Pausa. Finaliza:
—. . . ¿Y cómo harían ? Si no se duerme hasta que me le arrimo a los pies. Apenas me ve zafarme los zapatos, ya está tranquilo.
¡Bendito sea Dios!

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Ya usté puede ser mi yerno

En el distrito hay tres o cuatro nombres característicos, que andan en bocas de todos los vecinos: don Antolín le vende la leña de café; los huevos, donde fia Domitila; la leche la consigue con Abraham Villalobos.
Este don Antolino ya podría ser mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.
¡Y vea lo que son las casualidades! Cuando yo era más muchacho, un verano me tocó cogerle café en una finca que tiene por La Canoa. Una tarde cargaba don Antolín la carreta de café en fruta.
—Mercedes —me dijo—, venga a echarme una juercita.
Yo alcé en peso el saco y de un golpe lo puse encima de la carreta.
—¡Hum! Ya usté puede ser mí yerno —me dijo en chanza.
Algunos años más tarde me gustó Damiana, la de don Antolino. ¿La conoce? El viejo supo de estos quietes. Ya yo hubiera contraído . ..
Un día quiso probarme don Antolín. Me habló para que juntos aporriáramos unos frijoles.
El se hizo de dos varillas delgaditas: yo me hice de dos algo más gruesas. Nos pusimos frente a frente y comenzamos a aporriar a dos manos.
Mis varillas no sonaban; las del suegro sí. Yo iba debajo, pero no quería quitarme. Déjese de cuentos, don Antolín es viejo, pero recio; está fuerte; todavía aguanta. Apo-rriaba muy seguido y no podía yo quedármele atrás.
A la hora del almuerzo, yo me iba a quitar.
Me hice entonces de otras varillas; delgaditas, como las de don Antolín.
Entonces cambió la cosa. También sonaban mis varilla;. ¡Ahora sí!
(Ardía el sol en el rastrojo, que orlaban de violeta las santalucías. Las piapías y los chucuyos, de cuando en cuando, escandalizaban con sus gritos el sosiego de la hora agraria).
Yo aporriaba parado; don Antolín a ratos hincaba en el suelo una de las rodillas. Don Antolín como que iba cediendo.
En un descuido, le metí su varillazo por la muñeca. Quién sabe si fue intencional, porque la verdá es que ya yo estaba rendido, muy sudao, y hasta jadeaba.
—¡Eh! dispense —le dije.
—No. Es trabajando —me respondió sin alzar la cabeza. Pausa.
—¿Seguimos? —le dije.
—No. Voy a alzar un poco de agua.
Y no volvió más don Antolín. Yo seguí trabajando a gusto.
Como Ud. ve, salí bien de la prueba. Por supuesto, a estas horas don Antolino ya podría ser de veras mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.

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José Renco

También José y pordiosero también. De nuevo: era cojo. José Renco, pues.
Vivía en las afueras de la ciudad, en una casa de adobes medio derruida. Era dueño de la casa y del solar. Algunos le codiciaban el solar, que estaba muy bien situado, con vista a las hermosas montañas del Sur.
Renco, he dicho ya. Alto, feo, con ojos saltados; escasa pelambre en la cara, güecho, con tres o cuatro dientes.
Vivía muy sólito y pordioseaba en la ciudad. El mismo se hacía la comida. \
Una viejilla de la vecindad le aseaba la casa, le traía cargas de leña recogidas en las cercas y le lavaba la ropa.
—Se la lavo por caridá —decía—, porque la ropa de José Renco es muy sucia.
Tenía sin embargo, mal concepto de las mujeres. Hasta les profesaba cierta aversión.
—Por eso no me casé. Las de ahora son unas rabiletas. En cambio, quería sobremanera a los niños. —Son lo mejor que hay —solía decir—. El Señor se los quisiera todos a su lado.
Siempre reservaba algún elogio para cuanto niño veía. Antes de elogiarlos, los bendecía.
Las horas enteras se las pasaba echado en el corredor o en un pradito que había enfrente de la casucha. Gustaba de ver pasar gentes. Algo tenía que decirle a cada una de ellas, casi todas conocidas suyas.
El respeto al Altísimo era una de sus mayores preocupaciones. Las señales en el cielo, los perturbadores signos de los tiempos lo atemorizaban y a todos pedía que rezaran e hicieran penitencia.
De política también hablaba, y lo que oía decir en la ciudad luego lo comentaba con los vecinos y conocidos. A unos les decía que el Sr. Obispo lo llamaba para conversar con él. Era inteligente y se expresaba bien.
Todos los veranos recogía del solar una cosechita de café. El dinero de la tal lo guardaba en casa, porque le tenía horror á los bancos. Malos amigos más de una vez lo embriagaron y le robaron la plata. Un día le dio una pataleta, se agravó y murió. Nadie supo en qué momento ocurrió tal cosa.
De algo sí quedamos enterados todos, y fue que uno de los vecinos —¡cosa rara!— cuidó de él muy solícito en los últimos días.
Y dicen que entre este vecino y un cartulario se repartieron los bienes terrenales de José Renco.
¡Que descanse en paz el finado José Renco!

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La voluntad del Señor

Todas las mañanas, como a las nueve, llegaba a la casa y decía:
—¿Está la señora? Que aquí le mandan las mantillas.
Recostado en uno de los horcones del corredor, esperaba que una criada le entregara las mantillas sucias, y se iba sin decir palabra.
Cierta vez, en uno de estos compases de espera, me dijo con voz suplicante:
—Un remedio, déme un remedio para estas manos y estos pies. Para estas manos acalambradas, para estos pies de viaje tontos, que ya ni siento. ¿Qué remedio me da?
Al punto me compadecí de aquel viejito que había visto sin interés algunas veces.
Flaquito, tembeleque, pálido, medio turnio, con bigotillos ralos y canosos, con la perilla por lo consiguiente.
—Este verano no he podido coger café. Hace diez y siete meses que no gano un cinco ni por la mitad. Ya estoy más de caridad que de trabajar. El Padre Vilchis me dijo que me consiguiera una medalla y que pidiera limosna. Yo le dije: "Medalla no. Muchas gracias". —¿Por qué?
—Porque la hija mayor se opuso. Ella me dijo que ganaría para mantenernos a todos. En casa somos seis por todos. La hija mayor lava, plancha, coge café, arranca linaza; Je hace a todo. Le ayuda en los oficios otra hermana, que estuvo ocho meses en cama, boca arriba. Con reumatismo de sangre, con los brazos vueltos, con las piernas vueltas. Es más malo que el otro. Me la curó don Santiago. Y vea lo que es la voluntad del Señor. Uno de los hijos...
—¿Suyo ?
—Y suyo también; de quince años, se me hizo loco; sin castigarlo ni nada, la pura voluntad del Señor. Hay que llevarlo como una madeja de seda. Si se le habla golpiado, para los ojos como un conejo.
—¿Y trabaja ese loqiüto?
—Sí, señor, es de mucha rigidez para el trabajo. Procuramos que no le den cólera, porque si no, pasa tres o cuatro días en cama. Llevo tres años de lidiar con enfermos. Antes de mancarme, yo me pasaba con un hielo día y noche, con cobijas. Así pasa ahora la mujer. También me curó don Santiago.
"Antes picaba leña meses enteros; ahora ni para el cuchillo. Ya no puedo ni esramar una mata de café.
"Es el tuerce. Vendí las dos vacas que tenía. He gastado más de quinientos pesos en doctores y medicinas.
"Ni como. Con sólo ver la carne de res en la matanza, roe coge frío. Los huevitos y la leche sí me caen bien.
"¡Y vea lo que es la suerte! ¡Lo que hace Dios! Hasta las gallinas se me murieron.
"Mi casa no es casa. Apenas me sirve para escapar del sol y del agua.
"Una persona enferma como yo, anda parada por el punto, por el espíritu.
"Es una calamidad estar enfermo y sin posibles. Nada tiene ser pobrecito siempre, pero alentao".

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Dos buenos ticos

Campesino el uno. Gamonal ya viejo, hombre limitado
y sin mayores preocupaciones.
Ciudadano el otro. Abogado y profesor de enseñanza. En la adultez, también contento, como lo veremos.
En campaña política. Los dos conversan. Dice el abogado: —¿De qué partido? Dice el gamonal:
—Siempre he sido gobiernista, desde que tengo uso de
razón.
El abogado, sonriente, socarrón, más por ver qué decía
el gamonal:
Usted, por lujo, por darse taco, ¿por qué no ha sido antigobiernista alguna vez?
El gamonal, sorprendido, sin comprender:
—¡Cómo se ve que usted todavía es joven! Tengo mis razones para ser siempre gobiernista. Vea. Si soy gobiernista y se me sale una vaca, me la llevan a mi casa. Si soy contrario, me la llevan al fondo. Si hay parranda con Nicaragua y soy contrario, mis muchachos son los primeros que bajan p'Heredia. Si soy del gobierno, no me los tocan.
El profesor de enseñanza, Rector de instituto —consejero y guía de jóvenes, por lo tanto— satisfecho de la respuesta, le pone la mano en el hombro:
—Entonces, mi amigo, siga siendo gobiernista.

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Filadelfo el primero

Oh, mi buen Elias, mi conforme Elias!, lo que menos te figuras es que haya pasado al papel lo que en otro tiempo me referiste con ternura evidente. Pero es suceso que merece recordarse.
* * *
Es bueno que antes sepáis algo de este Elias, mi amigo, tal como lo conocí cuando me contó lo que luego se verá.
Vaquero en la ciudad. Al anochecer de todos los días guiaba las vacas a un potrero cercano. Una vez llegó a descampar en el corredor de mi casa. Invierno fuerte y aguaceros largos. Como anocheciera y tuviera que ir hasta Guadalupe, le ofrecimos de comer. Desde entonces, el pobre siempre hacía lo posible por quedarse y que de nuevo lo invitáramos. Terminó por hacer amigables relaciones con la cocinera. Yo también lo quise. Era un campesino respetuoso e ingenuo. Bien lo recuerdo: de cara colorada y cerrada de barba rubia, que a veces dejaba crecer un poco, ojos verdes y orejas peludas.
* * *
Aquella noche, entre otras cosas, hablamos de la familia. Y fue entonces cuando supe de Filadelfo el primero.
"Eso sucedió así, me dijo Elias:
"En una hacienda de Rancho Redondo trabajaba como peón. Hacía de todo: de maquinero y mandados; cuidaba las vacas.
"Esa tarde, como a las dos, habíamos comido juntos yo y Filadelfo, el primer hijo, de dos años, muy desarrollado para la edad que tenía. A Filadelfo le teníamos aparte cu-charta y platillo de china".
Recuerda entonces, enternecido, que el niño, por jugar, aquella ocasión le pidió que le enfriara los bocados antes de comérselos.
"También recuerdo que cuando salí de la sala, vi que Filadelfo jugaba junto a la acequia. Le di una nalgada y lo mandé para adentro.
"Trabajaba después en el aserradero, cuando de lo alto de la cuesta una mujer me hizo señas con las manos".
Había tal angustia en la señal, que Elias paró la máquina al instante y echó a correr potrero arriba.
"Cuando llegué al portón, me dice la mujer: —Mire, Elias, lo que está aquí. Y me señaló en una de las compuertas de la acequia que bajaba a mover la máquina, a mi hijo Filadelfo".
Estaba boca abajo, a flor de agua, y el agua presurosa lo golpeaba.
"Dice la esposa que yo dije cuando lo vi: •—A ese muchacho se lo llevaron los diablos".
No estaba en su juicio.
Cogió por un pedregal y arrastraba al niño de la mano.
Un vecino compasivo lo detuvo y se lo llevó a la casa.
—Aquí está, acábatelo de jartar, le dije a la esposa, y lo eché en la cama.
No estaba en su juicio.
"Con otro niño del vecino jugaba el mío en la acequia". La madre contempló el deplorable suceso, impasible al parecer; ni hablaba, ni lloraba; hecha una tonta.
De rodillas, Elias y otras personas trataban de volverlo a la vida.
¡Inútiles empeños!
"Al galope de un caballo del patrón me fui hasta San Isidro. Llegué con una botella de álcali, a ver si volvía".
Nada, nada, Filadelfo el primero estaba irremediablemente muerto, aun cuando no lo parecía.

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El viejito pordiosero

n San Isidro de la Arenilla. Mañana clara y fresca de verano por la calleja torcida y a trechos empedrada. Mucho rumor de aguas que por allí descienden a brincos.
En uno de los paredoncitos de la orilla, a la sombra de unos sauces, estaba sentado un viejito pordiosero, descalzo, de saco y chaleco. Desgranaba unas mazorcas.
¦—Para aliviar la carga, me dijo, alzando unos ojillos metidos, llorosos, tristes.
Y hablamos más. Pasaba ya de los cien años. Ocho hacía de vivir solo. Viudo. Con hijas malas. Había sido palero. La vista se le acortaba. En cambio, oía admirablemente.
—Muy agradecido estoy con Dios porque me ha dejado buenos los pies y los oídos.
Escasa limosna recogía en San Isidro y Guadalupe.
Su partido estaba en San José. Personas buenas y malas había en San José. No lo protegían los extranjeros.
—Es gente que no piensa en salvarse . . . ¡Ellos qué!. ., dijo con gesto desdeñoso.
Vendería el maicito.
Al irse, recogió los olotes y me dijo:
—Son para la vecina de enfrente; es muy pobre, los necesita para calentar su cafecito.
Luego lo vi alejarse, al paso del bordón.

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Respetar las cenizas

Dice el cuento que la finada Andrea, poco antes de morirse, llamó a Melecio, el mayor de sus hijos, y le pidió que no se juntara más con María Manuela.
Y dice también el cuento que Melecio le prometió hacer lo, porque las palabras de su madre más parecían mandato que súplica o mera indicación. Además, las había proferido en momentos tan solemnes, que Melecio no podría olvidarlas nunca.
En su tiempo, María Manuela había sido una de las muchachas más gustadas de la aldea. Entonces fue cuando ella y él se conocieron. La moza le abrió las ganas a Melecio y un día de tantos, sin más yugos que el del amor, hicieron la yunta. Estaban tal para cual.
Ya tenían tres hijos cuando la conocí y supe esta historia. María Manuela vivía en casa aparte. Pero Melecio seguía siendo doméstico; Andrea no lo soltaba.
Profesaba a María Manuela un odio cordial que creció con los años y el aumento de los nietos. A éstos los conocía de lejos. Si se los hallaba, les hacía ascos y malos modos. ¡Y qué cosas! ¡cuan parecidos salieron los nietos a la abuela! Con ese odio, sin embargo, se fue la pobrecita a la tumba, como ya lo sabemos.
Y como hay que respetar las cenizas de los mayores, Me
lecio se separó ciertamente de María Manuela.
¿Cuánto duró la separación de cuerpos? Algunos meses no más. En este caso la difunta no siguió mandando; pudo más el amor, como es natural.
Pero no se alarmen mis lectores; se casaron al fin por la iglesia, tuvieron más hijos y fueron felices, como en los cuentos.

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Pere

Pere le decíamos familiarmente. Se llama Peregrina.
Hay que imaginársela más o menos alta, erguida, con unos ojos que las cejas alzadas hacían más grandes, más negros y más hermosos, por lo tanto.
Un tiempo fue la cocinera de mi casa. Cierto día no apareció. Tampoco al siguiente. Y nosotros, sin preocuparnos.
Al fin la esposa fue en busca suya. Vivía cerca, en una casita de adobes pegada a la orilla del camino. Por las noches se iba a dormir a esa casucha.
Vivía con Rafaelillo, un fletero de las orillas de la ciudad. Este trabajaba con fortuna escasa, y lo que ganaba, se lo bebía o lo jugaba. De modo que Pere tenía que ganarse el sustento propio con la cocina. A veces lo ganaba para ambos.
Este Rafaelillo conoció a Pere años atrás, de cocinera en una casa rica. Ella venía de uno de los pueblos cercanos. De San Sebastián o San Francisco de Dos Ríos, si no me equivoco. (En ambos lugares se crían campesinas muy bonitas). La enamoró, pues, la sacó del concierto y se la llevó a vivir con él. No habían tenido familia. Rafaelillo le había sido bastante fiel.
Me contó la señora que Pere estaba en cama. Tardes antes se había ido algo resfriada. Al acostarse, se dio una fricción de alcohol con aguarrás.
Esa noche, como otras muchas, Rafaelillo no pareció a acostarse. Cosa esta que ya ni mortificaba a Pere.
Como a medianoche, Pere sintió ruido en el corredor. Era Rafaelillo que regresaba a caballo y ebrio. Tanto, que no atinaba a bajarse de la bestia.
Así lo comprendió Pere, y se levantó envuelta en la cobija. Como pudo, lo entró al cuatro.
Llovía copiosamente y venía empapado. Hubo que desnudarlo y acostarlo. Todo esto, con muy buen modo; sin palabras hirientes de reproche, sin malos gestos.
Ya acostada, oyó que el caballo sacudía la montura. ¡El caballo! ¡Si el pobre se había quedado sin desensillar! ¿Y así había de pasar la noche? No. Y vuelta a levantarse, le quitó el aparejo y lo soltó para que se fuera a pastear por las callecillas.
Por supuesto, se resfrió mucho más y amaneció con fiebre. Hubo que llamar al doctor. Esto explicaba su ausencia.
Algunos días más tarde, como le dijera a Pere en son de reproche:
—¿Por qué no abandona a ese perdido? Ella me respondió:
—¡Dios libre! Si yo no lo quisiera, sería más desgraciado.

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Tres viejos

Esta es una viejecita tullida y ciega. En poder del yerno —enfermo y pobre— y de una nieta. La hija murió hace algunos años pero ella no lo sabe todavía.
Ahí se pasa en el aposento, hecha un montoncito.
Cada vez que siente a la casera, le pregunta con voz muy delgada:
—¿Ya nos viene a echar de la casa?
Dicen los vecinos que la tiene Dios como un ejemplo.
***
Este es un viejecito de semblante muy noble, de barba entrecana; bastante jorobadito; con el vestido muy roto.
Viene de Tres Ríos, ya está muy cerca de San José. Salió a las cinco de la mañana y ya son las nueve y media.
Pica el sol.
Ahora se ha detenido a descansar un poquito. Arrima las esteras a un paredón y con el forro de una de las mangas de la chaqueta, se enjuga el sudor de la frente.
—¿Muy rendido?
—Algo. Ya ni veo claro.
Voz dulce.
Pausa.
—¿Un confite? (De los que llevaba mi hijo).
—Bueno. Dios se lo pague.
Hace esteras; tres por semana. Las venderá en San José, Dios primero. Tiene que comprar las venas. Ahora escasea mucho la vena. De Curridabat para arriba, en todas las haciendas, han cortado las cepas de guineos. Mejores las del guineo, de invierno y de verano. El guineo diario está botando las hojas. La del plátano en el invierno se pudre.
—A ver si llego.
Y sin dificultad se echa la carga al hombro, y al camino.
***

A este viejo hay que suponérselo primero: aindiado, de mandíbulas anchas, sin bigote, descalzo.
Toca recio la puerta y ofrece la mercancía: es un ayote, y lo trae en un saco de gangoche. Trae también, un hacha.
Sale a atenderlo una niñita, la hija de la cocinera, y corre a preguntar si mercan el ayote.
—Mire. Llévelo. Es mejor que lo vean. Diga que valen dos riales.
Regresa la chiquilla por el ayote.
—¡Animas benditas que lo dejen! A ver si ni puedo ir yo a buscar algo qué comer.
Medio sopetas, como que le faltan algunos dientes.
Entretanto, el viejo confianzudo ya iba zaguán adentro.
Yo estaba en cama, en una de las piezas inmediatas, dormitorio de la familia, que la señora mantenía con el piso lustroso y en todo, muy limpio. Un biombo me sustraía a las miradas de las visitas. Por darle broma y para ver qué hacía, le grité:
—¡Che!, ¡che! ¿Para dónde va?
Cuando lo vi, fue junto mi cama. Debo confesar que me agradó aquella inesperada visita. El viejo era ocurrente, locuaz, muy expresivo. Por otra parte, yo tenía el buen humor del convaleciente.
-Ando delegado —me dijo—. Soy viejito y vea la hora que es y no he tomado café. Tengo un dolor en este lado. (Todo esto, dicho con gestos muy expresivos).
—Es ayote cascarito —añadió—. Yo antes picaba leña en esta casa, cuando estaba Fidelina Vega. (En otro tiempo, cocinera de la casa. ¡Que Dios la tenga en su santa gracia!).
En eso, la chiquilla.
—Que tome, que es muy caro.
—Diga que cuánto me ofrecen.
Y volviéndose a mí:
—Lo vendo para irme a comérmelo. (Con un gesto hace que come). Ando a oscuras.
En eso, la chiquilla:
—Que no, que se lo lleve, que no sea necio.
—¡Ah, chiquita de Dios! cómo no sabe dar una razón.
Y el viejo no salía del dormitorio.
En eso, la señora:
—¡Adió! ¿Y eso? ¡Tamañas patas pintadas en el piso, acabadito de limpiar! ¿Y esas confianzas? Salga pronto para fuera.
El viejo volvía la cabeza para todos lados, y no hallaba qué hacer.
Yo estaba muerto de risa.
Sí recuerdo que cuando salía iba diciendo:
—Hemos de ser tierra, señora. No tenga cuidado. Perdone.
Y se fue con su ayote a otra parte.

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Proscritos

La cosa me la contaron así:
Don Demetrio era un caballero acaudalado, aristócrata de la capital y persona influyente en el gobierno de entonces. Solía denunciar terrenos baldíos, con lo que se había enriquecido mucho.
Contiguos a una extensa finca que poseía en Turrubares, había terrenos de esta clase. Como es natural, pudo más la codicia y los denunció también.
Pero es el caso que en dichos terrenos, a los lados de los caminos especialmente, se habían instalado algunas familias pobres. Era una de ellas la de Remigio Soto. Inconfoi.ne con la vida estrecha que llevaba en el caserío vecino, Remigio había resuelto internarse, irse por los caminos a las montañas y detenerse en las tierras sin dueño conocido. Con la esperanza de desmontar el suelo, hacer un rancho, criar la familia y animales, sembrar, tener qué comer y ¿quién sabe? hacerse rico, si Dios lo quería.
Algo de esto se había realizado con los años. Tenía el rancho, terreno limpio de que sacaba el sustento, y algunos animales. Los hijos habían venido, pero casi todos se habían muerto; dos le quedaban, ya grandecitos. Era malsano el clima del lugar. Aguas escasas y malas. Aguas malditas, decían en la comarca. Eso habían hecho los indios, envenenarlas, iracundos y perseguidos, antes de desaparecer y entregar los suelos nativos a los extraños.
Pero estaba contento Remigio. Más se conformaba con que le pegaran los animales que los hijos.
Cierto día supo que don Demetrio era el dueño del te-reno que ya creía muy suyo. Esta infausta noticia cundió también por las demás familias que se hallaban en situación semejante.

Remigio conocía a don Demetrio. Le había visto pasar alguna vez a caballo por el camino, pero lo había visto con la indiferencia con que lo vería un rumiante, sin preocuparse de él, sin sospechar que aquel caballero sería el expropiador.
Luego se supo que un ingeniero andaba tierras adentro y medía las nuevas propiedades de don Demetrio.
Por fin llegó la orden fatal. O se quedaban como meros inquilinos, pagando esquilme, o desocupaban los terrenos ocupados indebidamente.
¿Y las mejoras? El nuevo propietario nada reconocía.
Y entonces ocurrió la terrible resolución. Que fue de la mujer airada, por cierto.
No hubo ni lágrimas, ni alaridos, ni pesadumbres ruidosas. Rencores sordos, resoluciones firmes y silenciosas, sí hubo.

Remigio no haría lo de su vecino y compadre, Juan So jo, que días antes le había dicho: "Mire, compadre, yo no le daré gusto a ese tal por cual. Yo le voy a demostrar que no es tan así no más como se desaloja a un pobre. Venderé el chancho grande barcino y todos los animales, y perderé hasta el último centavo de lo que con tantas privaciones he ganado aquí, con los abogados y la ley, en edictos y papel sellado. Y después, ¡que se lo cojan todo!"

Aquel día del ardiente verano, sacaron los animales al camino, salieron las carretas con los trastos de la familia. . . Guiaban los dos muchachos de Remigio y los perros.
Marido y mujer se quedaron atrás. De pronto, como a escondidas, jadeantes, pálidos, sin saber por dónde, salieron y se incorporaron a la comitiva proscrita.
Más adelante, en una alto del camino, se detuvieron a contemplar la hazaña realizada. Ardía el rancho, ardían los cañales, ardía el platanar, ardían los árboles desmochados.
—Y ahora, que esos demonios se lo cojan. Palabras de la mujer.

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El difunto José

No conocía al difunto José. Tengo de él, sin embargo, una impresión tan viva como si realmente lo hubiera conocido.
Lo que ya a saberse ocurrió en tierras cálidas del Pacífico. Me lo contó la madre del' "difunto José" (como ella decía), indiecilla flaca y laboriosa.
El padre del difunto José era cholo macizo y holgazán; bebía con frecuencia. El muchacho les resultó canijo, taciturno y amigo de la soledad. Siempre metido en el hogar. No hacía caso del trago, ni de las mujeres, ni de las juntas. Para la madre, el difunto José era un santo. No se parecía en nada a ninguno de los hombres que ella había conocido. De sus hijos, era el que más quería. En los contornos se tenía de él este mismo respetuoso buen juicio.
Trabajaba lo bastante. Pero más gustaba de la caza. De modo que los días festivos cogía la guapil y se iba a matar pavas y tepescuintles por los montes vecinos.
Una tarde en que había cierta indecible e inevitable tristeza en todas las cosas, el difunto José salió con la guapil al hombro por el sendero de costumbre, sin decir palabra, como siempre, y sin que ello preocupara lo más mínimo a los de su casa. A cierta distancia, se detuvo a la boca de un barranco, alistó la guapil y tranquilamente se pegó los dos tiros.
Como el hijo no regresara, la madre comenzó a preocuparse. Ciertas aves agoreras, al anochecer, algo deplorable le habían anunciado con sus gritos, cuando vinieron a posarse en el naranjo que sombreaba el rancho.
Ya de noche, cansados de esperar y a instancias de la indiecilla, salieron el padre y el otro de los hijos en buscadel difunto José. Iban profiriendo malas palabras en el camino. Apenas si veían, a la escasa luz de una linterna. ¡Angustiosa y peligrosa busca! Que en balde duró hasta pasada la medianoche. Regresaron sin noticias. La indiecilla los aguardaba ansiosa. Inquieta, rezaba y con una de las puntas del pañuelo que le cubría las espaldas, secábase las lágrimas, una que otra. Porque el eco, al amparo de la soledad nocturna, le había traído a sus oídos el vano y angustioso clamor paternal: ¡José!, ¡José!...
El trágico remate se conoció al día siguiente, cuando fue posible hallar al difunto. La guapil se quedó entre unas matas, pero el cuerpo rodó más. Lo hallaron mutilado, ensangrentado.
Años más tarde, aún ocurría esto: de raro en raro, la indiecilla recibía promesas de los conocidos —cristianos piadosos—: tapas de dulce, puñitos de frijoles, y pesetas. La indiecilla con eso compraba candelas y ías prendía al alma del difunto José, que era alma milagrosa.

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La Mala Sombra 1917

Sembrábamos entonces unos frijoles invernizos. Proceso Vega se llamaba mi compañero. Éramos vecinos y amigos. Al igual de otras veces, aquélla habíamos conversado poco. Algo me había contado ya Proceso de por qué se casó con Juana y no con otra muchacha que de joven había conocido primero y querido mucho. De pronto nos interrumpieron unas voces que venían de la calle:
--Proceso, aquí está el Cholo.
Miramos a la cerca. Hablaba un tío de Proceso, un viejo pálido, de grandes bigotes grises y expresión triste.
Recuerdo que Vega cesó repentinamente su tarea y creo que se marchó sin decirme nada. A poco vi que se dirigían los tres a la casita de Proceso y que iban profiriendo voces de sorpresa y alegría.

Más tarde volvió Proceso. Contento, locuaz, como raras veces lo había visto así.
Por él supe entonces que el Cholo era un hermano de Juana, hermano único. Ausente por muchos años, ya le creían muerto. Tanto, que rara vez se acordaban de él. Venía de Guatemala. Muy flaco, muy pálido, muy enfermo, muy pobre. Juana había llorado al reconocerlo.
Siguió haciéndome recuerdos de mocedad. Me contó que en su tiempo, en el barrio, nadie aventajaba al Cholo en las pescozadas. Ahora el Cholo poseía, para Juana, Proceso y todos los suyos, la seducción del que ha estado ausente muchos años del hogar.
Sentado al anochecer de aquel día en el corredor de mi casa, pienso en Proceso, mi amigo y mi vecino. Y le oigo – como otras tantas veces— picando el pasto de las vacas, allá en su casita, al pie de la cuesta, junto al riachuelo. Cetrino, algo corvetas, así es Proceso. Pobre, irritable, labriego laborioso y bueno.
Tiene tres vacas, que pastean por las callecitas y que le ayudan a vivir con la escasa leche que dan y que él vende. Eso, los jornales y la casita es cuanto posee.
Ahora le oigo: vocea a las vacas voraces y con sus palabras agria el anochecer gris, nublado y triste.

Ahora nos hemos vuelto a ver y trabajamos juntos. Ha transcurrido un año. Para mí casi todo está lo mismo. De nuevo sembramos frijoles invernizos.
Proceso ha pasado días amargos. Murieron las vacas y murió también la hija menor.
Para comprar unos bueyes, hipotecó la casita. Con los bueyes, se hizo boyero urbano. Malos tiempos, trabajo escaso. Días hubo en que no ganó ni para el sustento de los animales.
Luego, la enfermedad suya y el deshacerse de los bueyes para pagar gastos de médico. Y lo peor: la tartamudez que le quedó a ratos.
--¿Y qué le parece? Toda esta tuerce me viene desde que llegó el Cholo a la casa. Porque el Cholo nos ha traído la mala sombra. ¿Sabía, don Joaquín? Y de eso nadie me saca.
Así decía el pobre Proceso, entre enternecido e irritado.
Y esto era lo cierto: que el Cholo debía una muerte allá en Guatemala, la de un compañero de trabajo en los ferrocarriles, y fugitivo, había venido a asilarse en casa de su hermana. Y mientras él viviera con ellos, las desventuras no cesarían de perseguirlo.
--Y lo verá, don Joaquín. La casita se perderá también, porque estamos salados.
El Cholo en vano había buscado trabajo y prometido irse. ¿Y cómo despacharlo?
Transcurrieron los días implacables, de mal en peor. Proceso ha resuelto irse. ¿A dónde?
--A las Mesas, con la mujer y la hija. Allí hay leche, frijoles y trabajo. Ahí quedan la casita y el solar. Que se los cojan por lo que debo.
--¿Y el Cholo?
--Ahí queda también. Que él se las componga como pueda.

Pero el curso de la vida sigue su propio y misterioso destino. ¿Al fin se fue Proceso Vega a las Mesas? No se fue, porque un día de tantos murió, quebrantado de sufrir.
¿Y qué es ahora del Cholo, de la casita, de Juana, de Baltasara –la hija—? ¡Sólo Dios lo sabe!

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Tres nombres para la ausencia

El avión se eleva encogiendo prados, ríos, ciudades, hasta dejarlas reducidas a un recuerdo o un sueño. Rolando trata de leer el periódico, pero yo sé que su mente vaga por los sitios abandonados con la figura dorada en todas las imágenes.

Liana apareció al comienzo de la mañana. Su piel traslúcida permitía adivinar la red invisible que sostenía el porte de la cabeza y el gesto voluntario de la boca. En ella estaban sumidas las generaciones que la antecedieron, ritos y creencias de una raza aún fijada en el el Arca de la Alianza, las palabras de Moisés y la exigencia de su alcurnia.

Llegó a nuestra casa en busca de una pintura de mi marido. La había visto en la sala de exposiciones del Museo y quería comprarla. No preguntó precio, ni la posibilidad de adquirirla, tenía la certeza de cumplir con su deseo. Sorprendida escuché la aceptación de Rolando con voz alegre. Me había acostumbrado a las palabras de los últimos meses, duras e inflexibles como latigazos y había olvidado las pronunciadas en un tiempo antiguo, casi perdido en el laberinto de la memoria. La mujer comenzó a hablar y si antes me había parecido la encarnación de alguna diosa, ahora fue la certeza. Nos tenía hechizados con sus movimientos cadenciosos, gestos rituales antiguos unidos a la belleza de la juventud, y palabras pronunciadas en un tono algo gutural que aumentaba el encanto. Hablaba bien el español, no cabía la menor duda, pero la particularidad del acento le concedía una dimensión diferente al alargar las sílabas o quebrar voces.

Atrapado en una atmósfera mágica, donde se conjugaban signos y recuerdos largamente olvidados, con otros de reciente formación, entre en un tiempo sin relojes y la mañana se convirtió en celaje, llegó la noche y su carga de misterio; nos encontramos en una casa desconocida, donde todo desde el umbral con una vid arrollada en los horcones, hasta la puertecilla que comunicaba al jardín, tenían el aire de lo esperado. La comida de platillos ajenos al sabor cotidiano, combinó muy bien con el aire impregnado por el incienso que humeaba en cuencos de metal labrado.

En la madrugada, gotas de luz disiparon la noche; no pude desprender mis ojos de los gestos lentos de mi interlocutora y los torné a mi marido. La posición alerta de su cuerpo, la cara tensa, los ojos brillantes y la boca entreabierta, me hicieron recordar el tiempo ido para siempre en la estela de los días. Mi corazón saltó y escuché con asombro el ritmo que nunca creí renaciera del acervo de escombros acumulados.Una mano leve en mi hombro, mano de hada o de diosa, volvió mi cabeza hacia ella y me invitó a descansar.“Hay una cama tendida en el cuarto de huéspedes, te gustará el lugar”.Caminé en la dirección indicada y caí dormida encima de la cama, sin tiempo de desvestirme. Sueños extraños poblaron mi mente, luchas heroicas entre diosesgriegos. Liana participaba en ellas convertida en walkiria, diosa, bruja, descendiente del desierto o arcángel vengador.Yo en la sombra, en la observación de encuentros dirigidos por un destino ajeno a mi voluntad durmiente.

Me desperté buscando a mi lado la figura de mi marido, pero no había nadie en la cama ni en el cuarto. Salí y escuché risas alegres al otro extremo de la casa. Los encontré desayunando en una pequeña mesa cubierta por un mantel parecido al que mi abuela usaba en los día del almuerzo familiar.(Es del extranjero, nos decía siempre, me lo trajo Juan en uno de sus viajes) .No tuve tiempo de detenerme en el pensamiento que podía solucionar un montón de incógnitassobre aquel país extranjero, porque Liana acercándose a mí me besó efusivamente.“¿Dormiste bien, cariño?”, mientras su brazo en mi cintura me dirigía al lado de Rolando, quien delante de una taza de café y diversa clases de panecillos, comía vorazmente.Continuó sonriendo: “desde que murió mi marido no me acuerdo de haber sido tan feliz”. Su cara irradiaba luz y me sentí contagiada. Lejos habían quedado los despertares angustiantes con la cotidianidad de los días, el mal genio de Rolando, el hastío del desamor y los papeles del divorcio. “Quisiera pintarlas; las dos juntas ofrecen un contraste interesantísimo“, expresó mi marido. Miré el color de mi piel morena del cruce de razas, imaginélos ojos negros tan oscuros que al comienzo del matrimonio Rolando se sumergía en ellos diciéndome que algún día descubriría su misterio. Últimamente habían tomado un color borroso, como de ropa demasiado gastada o enmohecida por falta de uso. Los ojos de Liana eran dorados como su piel y su mano reposaba sobre la mía con la confianza que concede la amistad de muchos años. No intenté retirarla, era natural que así fuera y que su otra mano ciñera la de mi marido.

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LA FLOR DEL OLIVAR

 

En un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devolverle la vista.

Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. El sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:
--Señor rey, si Ud. quiere curarse, lávese los ojos con el agua en donde se haya puesto la Flor del Olivar.
El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.
El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.
Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba compasión oírlo. La mujer dijo al príncipe: --Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.
--¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí--. Y continuó su camino. Pero nadie le dio razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.
Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vio la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y éste que era tan mal corazón como el otro, le respondió:--¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos --. Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar. Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.
Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar.
Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.
Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el príncipe bajo de su caballo y busco de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dio a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos desmigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dio con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acostó bajo un árbol.
La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en que andares andaba, y él le contó el motivo de su viaje.
-- Si no es más que eso, no tiene Ud. Que dar otro paso --le dijo la Virgen--. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.
Así lo hizo el príncipe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, beso al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.
Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseño la Flor. Ellos le llamaron y le recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron. En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.
Cuando estuvo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron. Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.
Los príncipes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavo el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo sus hijos que al morir su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.
Entre tanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día paso un pastor y corto una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oír cantar así:
No me toques pastorcito,
ni me dejes de tocar;
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
 
El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oírla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quien no anduviera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.
Llego la noticia a oídos del rey, y éste hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oír la flauta, recordó la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada.
Pidió al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos la flauta canto así:
No me toques padre mío
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataro
por la Flor del Olivar.
 
El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los príncipes. 
El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:
No me toques madre mía
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron 
por la Flor del Olivar.
 
El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos príncipes estaban pálidos y con las piernas en un temblor. El príncipe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta canto:
    No me toques hermano mío         
ni me dejes de tocar,
que aunque tu no me mataste
me ayudaste a enterrar.
 
El príncipe mayor, por orden de su padre tuvo que tocar la flauta:
 
No me toques, perro ingrato 
ni me dejes de tocar,
que tu fuiste el que me mataste
por la Flor del Olivar.
 
El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.

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RAMONA, LA MUJER DE LA BRASA (¿Qué habrá sido de ella?)

Se llamaba Ramona, como se llaman muchas de esas mujeres del pueblo que uno se encuentra a menudo en el camino—atareadas y humildes en el cumplimiento del deber cotidiano—el cabello lacio recogido de cualquier modo, a prisa porque coge tarde, calzadas sin coquetería, por cubrirse los pies no más, con unos zapatos torcidos, la punta vuelta hacia arriba como en demanda de resignación a Dios. ¡Ramona, nombre bueno para un pedrón de la calle! A las madres del pueblo no les queda tiempo para leer novelas ni de ser románticas, y dan a sus hijos el nombre del santo del día en que nacen, y rara vez ponen el magín a decidir entre una Julieta o una Roxana; un Marco Tulio o un Rolando. Su filosofía natural y recóndita les aconseja llamarlos con los nombres casi siempre duros. cándidos o bobalicones de los mártires aguantadores de vainas que llenan el calendario. Lo más probable es que lleven una existencia semejante a la de esos bienaventurados, si bien nadie los canonizará, aunque al des-enterrarlos encuentren que la muerte respetó más su cuerpo que lo que lo respetó la vida, y jamás su imagen rodeada de aureola aparecerá en altar alguno.
      Pues bien, esta criatura se llamaba Ramona y era una de las tantas sombras heroicas que pasan por la vida soportando casi en silencio el peso de la Santa Pobreza, esa vieja doncella enjuta e hipócrita con huesos y manto de plomo, que no se sabe cómo pudo hallar gracia ante los ojos de San Francisco de Asís.
      Llevaba ya quince años de casada y diez partos, lo cual la había convertido en un ser desvaído y escurrido. La maternidad se había encargado de exprimir de su cuerpo el encanto y la carne de su juventud, todo ello trasegado ahora en aquellos ocho cantarillos humanos, en sus ocho hijos, de trece años el mayor. Sólo ánimo le iba quedando a la infeliz.
      Madrugaba más que el alba para poder dar abasto con el trajín que diez cuerpos demandan y cumplir con las ropas ajenas que lavaba y planchaba. ¡Cuántas noches no supo lo que era poner la cabeza en la almohada por estar arrollando cigarrillos de encargo o dándole a la plancha! Y eso, estuviera como estuviera, en ocasiones con las piernas tan hinchadas cual vástagos de plátano. Y no había más remedio, porque al pasmadote de su marido se le paseaba el alma por el cuerpo y no era capaz de salir avante con semejante ejército.
      Eso sí. él siempre dormía sus noches desde el toque de queda en los cuarteles hasta que el pito de la estación del Atlántico anunciaba las seis de la mañana.
      Pero el marido no tomaba en cuenta los sacrificios de su mujer, y si no podía trabajar como era debido en vista de los ocho picos siempre dispuestos a engullir, sí tenía fuerzas para insultarla a cada rato y hasta para maltratarla de hecho si así se le antojaba. Y sobre esto la suegra. ¡Santo Dios! que no la podía ver ni pintada en la pared. porque creía que su hijo había descendido desde el trono del Altísimo al profundo abismo en donde Ramona había nacido, para casarse con ella. ¡A saber las malas mañas de que se había valido la tal por cual para engatusar a su muchacho! Siempre le estaba sacando los ojos con su otra nuera. Esa sí era toda una señora, de la misma clase de ellos, si no es que un poquitín más elevada.
      Y esta vida de trabajo y tormentos, añadida a cierta irritación nerviosa debida a sus muchos alumbramientos, habían terminado por agriar el carácter de Ramona. Le costaba ya hablar con dulzura a los niños: los amenazaba a gritos por naderías y sin motivo les sacudía el polvo. Los mayores le tomaron por ello cierta inquina, se declararon sus enemigos y cuando los castigaba, la amenazaban con irse a vivir donde la abuela. Tiraban para allá porque la abuela era mujer de buen pasar. Allí nunca tenían hambre, y su tía, la nuera, señora a quien Dios no diera hijos, los mimaba. Esto ponía fuera de sí a Ramona.
      ¡Ay!, aquella vieja bandida y aquella otra inutilona con nueve años ya de casada sin saber lo que era echar un hijo al mundo. ¡Lo que sí podía, era jalarse los ajenos!
Cada hora de almuerzo y de comida era una borrasca: el hombre vociferaba, ella lloraba y el histerismo la convulsionaba, los pequeños gritaban y huían como pollitos perseguidos.
El la había despedido muchas veces:
      —Andavete, andavete de aquí. No hacés falta. Los chiquillos estarán mejor con mi mamá y con Lola que con vos. Aquí no hacés falta.
      Por fin un día no pudo más.
      —Sí. sí, valía más separarse. ¡Eso no era vida; y el mal ejemplo para los chiquillos! ¡Que se los llevaran, que la dejaran sola! ¡Ella sabía trabajar, se concertaría!
      Y se fue al solar a dar gritos. Los niños la miraban con terror y ni Pedrillo, que era el más apegado, ni Juan-cito, el menor, que siempre andaba colgando de ella como un arete, quisieron acercársele y la contemplaban de lejos lo mismo que a una extraña.
      Cuando se calmó volvió a la casa y encontró todo revuelto. El marido estaba cargando en un carretón lo más pesado: la mesa, el armario, las cuatro sillas, las camas de los niños, la cama de matrimonio. ¡La cama en donde nacieron sus diez hijos!
      ¡Dichosos los dos muertos! ¡De las que se habían librado! ¡Dichosos de ellos!
      Las cosas menudas las llevaban los niños. Se asomó a la puerta para verlos partir. Ninguno le dijo adiós. Iban uno tras otro; parecía un caminito de hormigas: unos Con los cuadros de los santos, otros con motetes en la cabeza. Hasta Juancito llevaba algo: el candelero de hojalata. con un cabo de candela todavía pegado. La candela que la noche anterior había alumbrado la última vigilia al lado de sus chacalincillos.
      Caminaban despacio con la carga y porque Juan—de la mano de Maria. la mayor de las mujeres—no podía marchar más aprisa.
      La cabecita rojiza de Pedro iba al frente de la tropa y oscilaba semejante a una llama que fuera alumbrándoles el camino.
      — ¡Pedro, Pedrito!—gritó Ramona.
      Pedro se detuvo y quiso volverse, pero Nicolás, el mayor, le metió un pellizco y el chiquillo emprendió carrera y desapareció.
      — ¡Nicolás, Nicolás!—llamó la madre. El muchacho ni siquiera volvió la cabeza y cruzó con paso rápido la calle, porque ya le preocupaban las apariencias y no quería que la gente lo viera a la cabeza de la procesión de mocosos.
      — ¡Juancito! ¡Juancito! ¡Mi muchachito!
      El chiquitillo comenzó a llorar con voz lastimera y no quería caminar. María lo llevó de rastras y hasta que cruzaron., Ramona entrevió la sucia carita vuelta hacia ella.
      Con las manos en la cabeza entró. El marido salía con los últimos trebejos.
      Le dijo irónico: —Te dejo lo que llevaste el día en que nos casamos.
      La casa estaba vacía. Ella nada había llevado consigo el día que se casaron.
      ¡Era tan pobre! A no ser que su juventud y su frescura que habían quedado enredadas en los abrojos del camino.
*
* *

     Anochecía. Las piezas se llenaban de silencio y de sombra.
      Ramona se metió en la cocina y se dejó caer en una piedra abandonada en un rincón. Lo único vivo en torno suyo era una brasa que había quedado entre las cenizas del hogar. Y la mirada de la pobre mujer se agarró ansiosa de aquella luz mortecina y su corazón se tendió., como un animal herido por el frío, hacia el pedacillo de calor que brillaba en la oscuridad.
      En su cabeza giraba un torbellino. Ella era un árbol., el viento había desprendido todas sus hojas y éstas danzaban vertiginosas en torno suyo. Los dientes casteñeteaban.
      ¡Qué frío hacía, Señor mío Jesucristo!
      En alguna parte, ¿dónde?, un desfile de cabezas infantiles.
      Una tenía el cabello rojo y parecía un fogoncito. Esa era la que estaba allí cerca de ella, entre la ceniza. En el silencio, ocho pares de piesecitos golpeaban al caminar sobre el empedrado.
      Pero el empedrado ¿no estaba dentro de ella, en el corazón?
     La brasa acabó por extinguirse entre la ceniza.

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La lagartija de la panza blanca (un cuento para hombres-niños de imaginación grande)

Dicen que había una vez Doña Anacleta. Doña Anacleta dicen que escondió a Morazán. En una cueva. Así negra, seguramente grande, con pedruzcos enormes. En el corazón de una montaña. Porque las montañas tienen corazón; de eso estoy segura; de lo que no estoy segura es de conocer a Doña Anacleta y mucho menos a Morazán. La cueva desgraciadamente está en Tres Ríos y no en Guanacaste. Tenemos el hábito de buscar todo lo bonito, todo lo pictórico y típico en Guanacaste; pero yo lo siento mucho: la cueva está ciertamente en Tres Ríos. Allí no hay seguramente llanuras que se llenen de barro y agua en invierno y que se rebosen de sol en verano; no hay inmensidades ni montañas que se derramen chorreadas sobre la maravilla de la planicie. No hay todo eso. Pero hay árboles azules con el tronco morado y hay montañas, sí, seguramente. Y hay bonitos rincones de sombra y caminitos pincelados sobre el pasto.

Pero esto es ahora. En “estos tiempos”, yo no sé. Porque todo esto sucedía en “esos tiempos” en Cartago. Esto quiere decir una época que se puede situar en el lugar de la historia que nos guste más; podemos vestir a las señoras de crinoina y tontillo, o ponerles camisa de gola. Había, pues, una señora venida a menos. Ahora caigo en la cuenta de que la señora como vino a menos, debió usar primero crinolina y tontillo y luego, camisa de gola. Bueno, no importa. La señora también tenía hijas.

Las hijas estaban en inminente peligro. Desde luego, No había plata en la casa. Su equilibrio moral... Bueno, su equilibrio moral amenazaba. Ya se vé. Eran lindas y así... dulzonas, lechosas. Debía ser muy lindo todo aquello. Pero así, o por eso, la señora sufría. Sí, sufría mucho. Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas. Seguramente las rondaban a caballo, y les cantarían serenatas y las muchachas debían mover mucho las enaguas. Y lavaban el piso, porque una debía cocinar, la otra hacía la casa y la otra... Bueno, yo no sé si se puede repartir el oficio sin saber cuántas eran... La señora se fue entonces a la cueva a pedirle al er... Se me olvidaba decir que la cueva tenía un ermitaño. Y era muy bueno, y estaba muy flaco, y hablaba despacito, y en las tardes veía ángeles blancos. La cueva tenía piedras grises y el ermitaño soñaba con Dios.

La señora se fue y le pidió. El ermitaño rezó. Siempre rezaba, y rezaba con gran fe. Le dijeron los ángeles blancos...

Y entonces el ermitaño estiró la mano. Una mano de brujo, flaca y pálida, con grandes uñascomo ríos en una tierra morena, con tilintes nervios como grandes costuras, para darle lo primero que viera. Antes había estado con los ojos al cielo, muy celestes y muy iluminados, y luego los había bajado resbalando sobre las paredes, sobre toda la tierra, sobre el musgo, sobre las hojas secas, y allí, estaba una lagartija.

Aquello era, no había duda, lo que él tenía que darle a la señora. No se le ocurrió seguramente pensar al ermitaño en el poco valor de una lagartija, porque estiró su mano de brujo y la lagartija se puso quieta, agarró con su mano de brujo y la lagartija se puso tiesa, dura, fría y pesada.

La señora hizo con las suyas un nido de recogimiento y credulidad para recibir. Puso los dedos entrelazados. Así... Uno sobre el otro y las dos palmas se ahuecaban cascarosas y rajadas, y los ojos miraron el nido hechos un despabilamiento de admiración.

El ermitaño entonces vació la extraña joya: la lagartija cubierta de esmeraldas por encima y por debajo, porque todavía no tenía la panza blanca.

Y ella se fue. Por el camino pincelado en el pasto, por la verja de árboles estatuados contra el caminito.

Y fue a valorar la joya donde el viejo avaro que tenía manos de santo. Pero la señora no queria tantos doblones, u onzas, o la moneda de “aquel tiempo”. Le bastaba con menos; con muchísimo menos. Ella se avergonzaba de la cantidad que se negaba a oír. Entonces el viejo arrancó las esmeraldass de la panza. De la panza para que no se viera mucho, y pagó.

La señora puso casa. Las hijas buenazas, ñatonas, y que movían las enaguas se casaron seguramente con el caballero que las rondaba a caballo y que les cantaba serenatas por la noche. Y la señora pensó que no iba a necesitar más. Era mucho lo que tenía su humilde felicidad. ¿Para qué más? Subió al día siguiente por el senderito de la montaña con el nido de las manos hecho unciosa y amorosamente. Un nidito de fe hecho con pajitas de cariño y calentado con lágrimas de agradecimiento.

Dicen que el ermitaño cogió la lagartija con sus manos de brujo, y la lagartija dejó de ser fría, inerte y pesada y dicen también que la puso en el suelo y la lagartija echó a andar.

Y también cuentan que desde “aquel tiempo” todas las lagartijas allí en los alrededores de la cueva de piedras grises y musgo verde, por los caminitos de la cuesta de la montaña entre los árboles azules de tronco morado, y por donde la señora subió y por donde la señora bajó, tienen la espalda verde y la panza blanca.

Esto lo cuenta un viejo. De manos de brujo. Y dice que es cierto.
Todo es sencillo y arrullón y tembloroso. Así... bueno, suave y tranquilo como debía ser todo en “aquel tiempo”.

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Mamá Canducha de “En una silla de ruedas”

Candelaria era una anciana india de origen guanacasteco, con la piel color de teja, casi negra, de facciones rudas que guardaba un corazón en el que Dios había puesto todas sus complacencias. Miguel se decía que Candelaria era como los cocos que envuelven su pulpa blanca, azucarada y suave, en una cáscara dura y color terroso.

De joven sirvió en casa de los padres de Jacinta; después se casó tuvo hijos, pero éstos y el marido murieron. Cuando se casó la niña Cinta a quien viera nacer, se fue con ella y le ayudó a criar a sus hijos.

Servía con fidelidad y desinterés. Candelaria era una de esas criaturas que sirven sin rebajarse: su obediencia era aquella que ennoblece a quien la practica. Donde llegaba se hacía luego indispensable: se imponía enseguida, inconsciente y sin hacerlo sentir, dulcemente, porque su corazón estaba casi siempre en lo más alto que el de sus amos. Lo que tocaban sus dedos oscuros y nudosos quedaba en orden y rodeado de una aureola de limpieza. Su lengua tosca tenía siempre la palabra que se necesitaba: en la alegría, sabía echar ramilletes de chispas inofensivas como las de la piedra de afilar cuando trabaja; en la ira, era un cántaro de agua que apagaba las llamas; en el dolor, la gota de aceite que calma.

Era una existencia humildosa y noble que hacía evocar el verso del poeta inglés: ”Sus pasos hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas”. Si a Candelaria le hubieseis dicho esto, quizá no os hubiese comprendido: sus pies desnudos, morenos, de planta endurecida, dejando huellas sobre las que nacían flores! - Vaya, vaya y ¡qué modo de hablar! Para los niños era algo tan indispensable como su madre. La llamaban mama Canducha. Ella los quería a todos, pero su devoción por Sergio era casi fanatismo. Cuando murieron sus hijos y su marido, su amor quedó flotando como una hebra de miel en el espacio; un día encontróse con esta vida triste y delicada y allí se prendió y tejió en su torno un capullo de ternura.

Era ella quien acostaba y levantaba al niño, le preparaba sus alimentos y le arreglaba su ropa. Enternecía verla acomodando la gaveta de Sergio: doblaba con primor las camisas, los pañuelos, los cuellos y entre cada pieza metía hebras de raíz de violeta para que oliesen bien.

Jamás se borró de la memoria de Sergio la sensación de bienestar que lo invadía cuando al anochecer lo cogía mama Canducha entre sus brazos y lo llevaba a un rincón de la sala. Allí se sentaba en una poltrona, lo arrullaba y le narraba cuentos. Y los regazos de la anciana le parecían más mullidos que los almohadones de su silla: tenían una suavidad animada y cariñosa de la que carecía el terciopelo de aquellos.

Gracia y Merceditas sentábase a los pies de ella, en los pequeños taburetes de asiento de cuero que les hiciera Miguel. Entonces les relataba los cuentos de El tonto y el vivo, de La Cucarachita Mandinga y las aventuras de Tío Conejo, Tía Zorra, y Tío Collote, y jugaban la Pisi pis: gaña y al Pisote. Y cuando la cabeza de Sergio se abatía sobre su seno y las de las niñas sobre sus regazos, entonaba canciones ingenuas al son de las cuales dormitaban los niños:

            ¡AY! ¡QUIEN FUERA PERRO NEGRO,
            NEGRO COMO EL SAPOYOL,
            PARA METERME EN TU COCINA
            Y ROBARTE EL NISTAYOL!

        Y luego:

            LA VIRGEN LAVABA,
            SAN JOSÉ TENDÍA,
            EL NIÑO LLORABA,
            JOAQUIN LO MECÍA.

Los niños tejían ensueños con estos versos mientras dormitaban.

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