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EL PAJARO DULCE ENCANTO

Había una vez un rey ciego, como el de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos, pero los ojos no daban trazas de ver.
Había una viejecilla curandera que era bruja y tenía fama porque había hecho algunas curaciones que los doctores no habían conseguido. Por un si acaso, la hicieron venir al palacio, y ella dijo que se dejaran de ruidos y que buscaran el Pájaro Dulce Encanto y le pasaran la cola al rey por los ojos: que este pájaro estaba en poder del rey de un país muy lejano; eso sí, que se la pasara el mismo que lograba apoderarse del pájaro.
Los tres hijos del rey se dispusieron a ir a testarear la medicina, y el rey prometió que el trono sería para aquel que la trajera.
Los tres partieron el mismo día: el mayor por la mañana, el siguiente a medio día y el menor por la tarde, cada uno en un buen caballo y bien provistos de dinero.
Al salir el mayor de la ciudad, vió un grupo de gente a la entrada de una iglesia -- "¿Y adónde vas Vicente--? Al ruido de la gente-- se acercó a ver qué era, y se encontró con un muerto tirado en las gradas y uno de los del grupo le contó que lo habían dejado allí porque no tenían con qué enterrarlo, y que el padre no quería cantarle unos responsos si no había quien le pagara.
--¡A mí qué...! dijo el príncipe, y siguió su camino.
A medio día, cuando pasó el otro, vió a la entrada de la iglesia al pobre difunto que todavía no había hallado quien lo enterrara. --Eso a mí no me va ni me viene-- dijo el príncipe y siguió su camino. Cuando el menor pasó en la tarde, todavía estaba allí el cadáver, medio hediondo ya, y las gentes que miraban tenían que estar espantando los perros y los zopilotes que querían acercarse a hacer una fiesta con el muerto.
Al príncipe se le movió el corazón y pagó a unos para que fueran a comprar un buen ataúd y él en persona buscó al padre para que le cantara los responsos; fue a ayudar a abrir la sepultura y no siguió su camino sino hasta que dejó al otro tranquilo bajo tierra.
A poco andar, le cogió la noche en un lugar despoblado.
De repente vió desprenderse de una cerca una luz del tamaño de una naranja, que se fue yendo a encontrarlo y que por fin se le puso al frente. Al príncipe se le pararon toditos los pelos y preguntó más muerto que vivo:
--De parte de Dios todopoderoso, dí, ¿quién eres?
Y una voz que paracía salir de un jucó, le respondió: --Soy el alma de aquel que hoy enterraste y que viene a ayudarte. No tengás miedo, yo te llevaré adonde está el Pájaro Dulce Encanto. No tenés más que ir siguiéndome. Eso sí, no podés caminar de día.
Al joven se le fue volviendo el alma al cuerpo y siguió a la luz. Hizo como ella le dijo y descansaban de día. A los dos días ya no le tenía miedo y más bien deseaba que se le llegara la noche. Y a la semana ya eran muy buenos amigos.
Anda y anda, por fin llegaron al reino donde estaba el pájaro. La luz le dijo que a la media noche se fuera a pasear frente a los jardines del palacio y que se metiera en ellos por donde la viera brillar. Así lo hizo y a media noche entró a los jardines y echó a andar detrás de la luz, que lo pasó frente a los soldados dormidos y lo metió en el palacio sin que nadie lo sintiera. Llegaron por fin a un gran salón de cristal iluminado por una lámpara muy grande que era como ver la luna, todo adornado con grandes macetas de oro en que crecían rosales que daban rosas tintas, y el príncipe se quedó maravillado al ver los miles de rosas que se veían entre las hojas verdes. El suelo estaba alfombrado de rosas deshojadas y se sentía aquel aroma que despedían las flores que daban gusto, y en una jaula de alambres de oro en los que había ensartados rubíes del tamaño de una bellota de café, colgada del cielo raso, y muy alta, estaba el Pájaro Dulce Encanto, que era así como del tamaño de un yigüirro pero con la pluma blanca, con un copetico y las patas del color del coral. Cuando entró el príncipe, comenzó a cantar y el joven creía que entre las matas estaban escondidos músicos muy buenos que tocaban flautas y violines. Y así se hubiera quedado sin acordarse de más nada, si la luz no le hubiera llamado la atención: --¿Idiai, hombré, ya olvidaste a lo que venías? A ver si vas al cuarto, que sigue, que es el comedor y te alcanzás cuanta mesa y silla encontrés.
Así lo hizo y cuando trajo todos los muebles que había, los fue colocando uno encima de otro para alcanzar el pájaro. Con mil y tantos trabajos, se fue encaramando por aquella especie de escalera y ya estaba estirando el brazo para coger la jaula, cuando todo se le vino abajo, haciendo por supuesto un gran escándalo. A la bulla, hasta el rey se levantó y corrió medio dormido y chingo a ver qué pasaba. Y van encontrando a mi señor debajo de todo, golpeado y hecho un ¡ay de mí! Lo sacaron y lo hicieron confesar por qué estaba allí. El rey lo mandó encalabozar y que lo tuvieran a pan y agua. Cuando estaba en el calabozo, se le apareció la luz y le aconsejó que no se afligiera.
A los días lo mandó a llamr el rey y le dijo que se le devolvería la libertad y le daría el Pájaro, si le conseguía un caballo que él quería mucho y que le había robado un gigante.
El príncipe le contestó que otro día le daría la respuesta. En la noche llegó la luz y le aconsejó que dijera que bueno.
Dicho y hecho, la luz lo guió hasta que llegaron al potrero en donde el gigante guardaba el caballo. Escondido entre una zanja, esperó que amaneciera. Apenas comenzaron las claras del día, salió el gigante del potrero caracoleando el caballo, que por cierto era el caballo más hermoso del mundo: negro, como de raso, con una estrella en la frente y con las patas blancas.
Ya la luz le había aconsejado que apenas los viera salir, entrara al potrero y subiera a un palo de mango muy coposo que había en el centro; que esperara allí hasta que regresara el gigante en la noche, y cuando éste tuviera los ojos cerrados no se fiara porque no estaba dormido, sino cuando los tuviera de par en par y que entonces debaría aprovechar para robar el caballo.
Además le contó que el caballo tenía en la paletilla derecha una tuerca y que le diera vueltas a esa tuerca y que vería.
Pues bueno, en la noche volvió el gigante y seguramente venía muy cansado, porque no hizo más que medio amarrar el caballo del tronco del árbol, le aflojó la cincha y él se tiró a su lado. Comenzó a roncar, pero el príncipe se fijó en que tenía los ojos cerrados; poco a poco los ronquidos fueron más, más débiles, y el príncipe vió que tenía un ojo cerrado y otro abierto; por fin cesaron los ronquidos y el gigante tenía los ojos de par en par, unos ojazos más grandes que las ruedas de una carreta. Poquito a poco se fue bajando y desamarró el caballo. Pero este animal hablaba como un cristiano y gritó: --¡Amo, amo, que me roban! -- De un brinco se levantó el gigante. El joven se quedó chiquitico entre unas ramas.
El gigante miró por todos lados y gritó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba? --Luego se volvió a dejar caer y a poco abrió los ojos.
Vuelta otra vez a bajar poquito a poco. Puso una mano en la cabeza del caballo e intentó montar, pero el animal gritó otra vez: --¡Amo, amo, que me roban!
De nuevo se recordó el gigante, pero no vió a nadie. Con cólera le contestó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba! ¡Si me vuelves a decir que te roban, te mato!
Así que el príncipe vió al gigante con los ojos abiertos, muy resuelto se acercó al caballo, que esta vez no chistó. Entonces lo montó, le apretó la tuerca y el caballo salió volando.
La luz había dicho al príncipe que antes de entrar en la ciudad volviera a apretar la tuerca para que el caballo descendiera, y que no se diera por entendido con el rey que sabía aquella cualidad de la bestia. Lo hizo así, y el rey lo recibió muy contento, pero el muy mala fe le dijo que todavía no le daría el Pájaro, si no cuando le trajera su hija, que había sido robada por el mismo gigante.
El joven no quiso contestar nada sino hasta que habló con la luz, quien le dijo que aceptara.
A la noche siguiente partieron y llegaron al palacio del gigante. La luz le aconsejó que llevara el caballo y que lo dejara amarrado entre un bosque cercano al palacio. El debería subir por una enredadera hasta una ventana iluminada, que era la ventana del comedor. A aquellas horas deberían estar cenando. Cuando viera que el gigante había bebido mucho vino y dejara caer la cabeza sobre la mesa, debía tirar unos terroncillos a la niña y le haría señas para que se acercara y lo siguiera.
Todo pasó dichosamente, porque el gigante se puso una buena juma y la princesa, que deseaba con toda su alma salir de las garras de aquel bruto, no dudó ni un minuto en seguir al joven que le pareció muy galán. Al príncipe también le pareció muy linda la niña y al punto se enamoró de ella. El caso es que los dos se gustaron.
Sin ninguna novedad llegaron al palacio, pero el rey, que era muy mala fe, le dijo que le pidiera cualquier otra cosa, pero que el Pájaro no se lo daba.
Entonces la luz le aconsejó que le pidiera que lo dejara dar tres vueltas por la plaza montado en el caballo, con la niña por delante y el Pájaro en su jaula en una mano. El rey convino, y para estar seguro, puso soldados en todas las bocacalles que daban a la plaza. El principe salió muy honradamente, pero al ir a acabar la tercera, apretó la tuerca y el caballo salió por aires, y al poco rato desapareció entre las nubes. Por supuesto que el rey se quedó jalándose las mechas y diciendo que bien merecido se lo tenía por tonto. A él no le había pasado por la imaginación que el príncipe supiera lo de la tuerca.
Bueno, pues, joven, al llegar a su país, apretó la tuerca, y el caballo bajó. Al pasar por una ciudad encontró a sus dos hermanos todos dados a la mala fortuna, que se habían engringolado en unas fiestas, se habían quedado sin un cinco y no sabían con qué cara llegar donde su padre.
Los dos hermanos sintieron una gran envidia por la suerte de su hermano menor que traía no sólo el Pájaro sino una linda princesa y un canallo maravilloso.
El joven los invitó a volver con él, pero ellos se negaron. Eso sí, le rogaron que les aceptara el convite que le hacían de ir a almorzar en un lugar en las afueras de la población. El, sin malicia, aceptó en seguida. Ellos hicieron beber al príncipe y a la princesa una bebida que era un nárcotico, y cuando estuvieron sin conocimiento, se llevaron al joven y lo echaron en un precipicio. Cuando la niña despertó, le dijeron que él se había ido a parrandear en unas fiestas que se celebraban en un pueblo vecino y que la había dejado abandonada. Pero que ellos no la desampararían y se la llevarían al palacio de su padre.
Volvieron a su casa y el rey y la reina se alegraron y ellos para que no supieran por qué el menor no aparecía, lo pusieron en mal, y les hicieron creer que ellos habían sido los de todo el trabajo y que la princesa era una niña loca que habían recogido en el camino. Pero no pudieron conseguir que el rey repartiera el reino entre los dos,porque le pasaron la cola del Pájaro Dulce Encanto y no surtió ningún efecto; el rey quedó tan ciego como antes.
Quiso Dios que la luz libró al joven de que no rodara entre el precipicio, sino que una rama lo agarró por el vestido y unos carreteros que pasaban lo oyeron gritar, se acercaron y lo ayudaron a salir de allí. Les dijo quién era y como se había hecho algunas heridas y no podía caminar ellos mismos lo llevaron al palacio del rey y a los cuatro días fueron llegando con él.
La princesa, que no había vuelto a hablar de la tristeza de la ausencia del joven, al verlo, se puso feliz y el Pájaro que no había vuelto a cantar, llenó el palacio con sus flautas y violines.
Pero el rey y la reina estaban muy enojados contra su hijo menor por los cuentos con que sus hermanos mayores habían venido, y no querían recibirlo. Él, entonces, contó lo que le había ocurrido; los carreteros atestiguaron; además, el joven para probar que era él quien había conseguido el Pájaro, lo cogió y pasó su cola por los ojos del rey, quien enseguido quedó con unos ojos tan buenos que le podían hacer frente a la luz del sol. Se conocieron las mentiras de los hermanos envidiosos, pero el príncipe que era un buenazo de Dios, no permitió que los castigaran, los abrazó y compartió el reino con ellos.
El se casó con la princesa, quien colgó de su ventana la jaula con el Pájaro Dulce Encanto, que diario tenía aquello hecho una retreta.
Cuando la luz vió feliz y tranquilo a su amigo, vino a decirle adiós: Mucho sintió el príncipe esta separación, pero la luz le dijo: --Ya cumplí, ya te demostré mi gratitud. Adiós y ahora hasta que nos volvamos a ver en la otra vida.
Y me meto por un huequito y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.

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El hortelano

Ven conmigo, porque puedes hacerlo.
Vamos al Rastro y lo verás. ¿Has. pajado por el Rastro alguna vez?
Míralo. Es un hortelano de las orillas. Descalzo, negrillo. De bigotes caídos. Dos incisivos superiores le faltan. Muy sucios los pies y las manos.
Acaba de almorzar. Míralo; ya está bebiéndose en botella el café ralo. El muchacho que le trajo el almuerzo está sentado al pie de la carreta. Fíjate; con un pedazo de tortilla de maíz amarilla limpia el fondo de una de las vasijas de la portaviandas. ¿Frijoles? . . .
Todo aquello negrea de moscas. Los pobres, los pacientes bueyes también están cubiertos de moscas.
—Huele mal.
—¡Ya lo creo! como que hemos llegado a un depósito de basuras podridas.
Todas las basuras de la ciudad, algunos centenares de carretadas, allí los depositaron hace dos años. El hortelano ha comprado al Municipio doscientas carretadas de ese abono.
Mejor que el estiércol, dice. No da joboto, que corta los siembros. Hay que irle quitando los vidrios y las latas. Sirve para el café.
—¿Y la huerta?! . .
—La tengo en las afueras. Alguito me produce; siquiera para comer.
Estoy contento.
Y ahora, inconforme, no reniegues más. Ten piedad de él y aprende a vivir. 

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Como si fuera borrego

Hoy vi a Ramón Ceferino, el peón de mi hermano.
—¿Qué tal, Ramón Ceferino?
—Bien por la vez.
—¿Y cómo le fue con la acuartelada?
—Bien y mal.
—¿Por qué mal?
—¿Pues no ve cómo me dejaron?
Y se quitó entonces el sombrero alón de paja, y me mostró el cráneo pelado al rape y lucio como un guacal.
Se le iba el sombrero hasta las orejas, que le quedaban ahora más grandes; se le veía la nariz más larga y afilada; los ojos verdes más vivos e inquietos.
—A tuiticos nos pelaron en dos monazos. Como cuando pasa una quema por un rastrojo.
Algunos se escondían, pero a empujones los llevaban a los barberos.
—Muy ruines para pelar los barberos. Les dije que les pagaba si me le ponían un número más a la máquina. Yo estaba peluquiado un poco bajoncito. Me peluquiaron como si fuera borrego.
Pausa.
—No he salido estos días de casa, porque me corre un cierto hielo por la nuque. No he podido ir a los portales de la Candelaria. Yo soy alguillo vanidoso pal pelo.
Pausa.
—Quedó un montón de pelo que no cabía en una carreta. Seguro lo van a dejar para almohadas. ¡Quién sabe qué cafetal van a abonar con el pelo de uno!
—¿Y cuantos eran ustedes? —¡Uff! Un chorro de gente. Pausa.
—El primer día dimos una aguantada de hambre bárbara. Como a las tres de la tarde almorzamos. Comida regular, en las fondas del mercado. Últimamente ya no nos querían dar de comer por los daños que hacíamos. El azúcar se lo comían en puños. Se llevaban los cubiertos.
Pausa.
—Unos cucharillas me fueron a sacar de la casa. Yo le había dicho a Chepa, la mujer: "No prendas candela, no dilatan en venir".
Tuve que ir porque soy disciplinado. Estaba muy nuevo, de diez y siete años, cuando me disciplinaron. Esta vez no quise ponerme el uniforme. Me hice el tonto para no hacer guardia.
Pausa.
—Aviaos que no nos den nada. Si hay gente de la conocida mía arrimada a la Comandancia, me arrimo también. Quien quita que cobre . ., Todavía el que va a pedir la alta por gusto, por haraganería... Yo fui arriao. Soy hombre de trabajo. Yo tengo obligaciones y estoy sin plata. Ellos no me mantienen la mujer. El teniente Bonilla me buscó la baja.
Que es cuanto tenía que decir, a propósito del pronunciamiento militar del 27 de enero de 1917, el ciudadano costarricense Ramón Ceferino Morales, hombre de campo, vecino de Santa Ana y el peón de mi hermano.

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El loquito


Este es un loquito de dieciocho años, el menor de la familia. ¡Cuánta lástima me da el desgraciado loquito!
Ahí se pasa en el cerco todo el día. No se sosiega. Gatea debajo de las matas. Se echa a veces en el suelo, pero antes limpia el asiento con una pala.
Una tarde se perdió en los cafetales contiguos y lo vinieron a hallar como a la medianoche.
—¿Y qué estaba diciendo a esas horas? —le pregunté a Sacramento, la madre del loquito.
—Estaba ispiando las estrellas.
De un susto se hizo loco. Desde entonces anda en camisa, porque no le paran los pantalones; los hace trizas o los deja perdidos. Arranca monte, cebollas, matas de café, de maíz, cuanto halla. Mira lo que hace, sonríe y da voces de contento.
Escarba el suelo con las manos, come tierra, chupa ladrillos y teja.
Los cogollos de plátanos, las yerbas, los palitos que coge se los lleva a la boca, a manera de flautista.
Desprende de las cercas los poros viejos y los amontona activo, sonriente siempre.
Con cargas de palos o de cañas vuelve a la casa.
—¡Ah pelitico el de mamá! ¡tan lindo! le dice a Sacramento, y se lo soba.
Los niños le temen. El mío, haciendo cucharas: —Papá, no me gusta ese hombre.
Los caminantes se quedan mirándolo. Algunos lo compadecen.


—¿Qué tal?-le digo.
—Bien.
Voz agradable. Otras preguntas. No responde. Me vuelve a ver y sonríe.
Gordito, simpático, bastante parecido a Sacramento.
Pasa un boyero joven y bien parecido y se carcajea de verlo. El loquito sonríe y se queda indiferente.
Si lo molestan se enfurece.
—¿Por qué no lo lleva al asilo? —le digo a Sacramento.
—¡Dios guarde! Es muy comeloncito. De repente me lo dejan con hambre y se me muere más ligero.
Pausa. Finaliza:
—. . . ¿Y cómo harían ? Si no se duerme hasta que me le arrimo a los pies. Apenas me ve zafarme los zapatos, ya está tranquilo.
¡Bendito sea Dios!

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Ya usté puede ser mi yerno

En el distrito hay tres o cuatro nombres característicos, que andan en bocas de todos los vecinos: don Antolín le vende la leña de café; los huevos, donde fia Domitila; la leche la consigue con Abraham Villalobos.
Este don Antolino ya podría ser mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.
¡Y vea lo que son las casualidades! Cuando yo era más muchacho, un verano me tocó cogerle café en una finca que tiene por La Canoa. Una tarde cargaba don Antolín la carreta de café en fruta.
—Mercedes —me dijo—, venga a echarme una juercita.
Yo alcé en peso el saco y de un golpe lo puse encima de la carreta.
—¡Hum! Ya usté puede ser mí yerno —me dijo en chanza.
Algunos años más tarde me gustó Damiana, la de don Antolino. ¿La conoce? El viejo supo de estos quietes. Ya yo hubiera contraído . ..
Un día quiso probarme don Antolín. Me habló para que juntos aporriáramos unos frijoles.
El se hizo de dos varillas delgaditas: yo me hice de dos algo más gruesas. Nos pusimos frente a frente y comenzamos a aporriar a dos manos.
Mis varillas no sonaban; las del suegro sí. Yo iba debajo, pero no quería quitarme. Déjese de cuentos, don Antolín es viejo, pero recio; está fuerte; todavía aguanta. Apo-rriaba muy seguido y no podía yo quedármele atrás.
A la hora del almuerzo, yo me iba a quitar.
Me hice entonces de otras varillas; delgaditas, como las de don Antolín.
Entonces cambió la cosa. También sonaban mis varilla;. ¡Ahora sí!
(Ardía el sol en el rastrojo, que orlaban de violeta las santalucías. Las piapías y los chucuyos, de cuando en cuando, escandalizaban con sus gritos el sosiego de la hora agraria).
Yo aporriaba parado; don Antolín a ratos hincaba en el suelo una de las rodillas. Don Antolín como que iba cediendo.
En un descuido, le metí su varillazo por la muñeca. Quién sabe si fue intencional, porque la verdá es que ya yo estaba rendido, muy sudao, y hasta jadeaba.
—¡Eh! dispense —le dije.
—No. Es trabajando —me respondió sin alzar la cabeza. Pausa.
—¿Seguimos? —le dije.
—No. Voy a alzar un poco de agua.
Y no volvió más don Antolín. Yo seguí trabajando a gusto.
Como Ud. ve, salí bien de la prueba. Por supuesto, a estas horas don Antolino ya podría ser de veras mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.

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José Renco

También José y pordiosero también. De nuevo: era cojo. José Renco, pues.
Vivía en las afueras de la ciudad, en una casa de adobes medio derruida. Era dueño de la casa y del solar. Algunos le codiciaban el solar, que estaba muy bien situado, con vista a las hermosas montañas del Sur.
Renco, he dicho ya. Alto, feo, con ojos saltados; escasa pelambre en la cara, güecho, con tres o cuatro dientes.
Vivía muy sólito y pordioseaba en la ciudad. El mismo se hacía la comida. \
Una viejilla de la vecindad le aseaba la casa, le traía cargas de leña recogidas en las cercas y le lavaba la ropa.
—Se la lavo por caridá —decía—, porque la ropa de José Renco es muy sucia.
Tenía sin embargo, mal concepto de las mujeres. Hasta les profesaba cierta aversión.
—Por eso no me casé. Las de ahora son unas rabiletas. En cambio, quería sobremanera a los niños. —Son lo mejor que hay —solía decir—. El Señor se los quisiera todos a su lado.
Siempre reservaba algún elogio para cuanto niño veía. Antes de elogiarlos, los bendecía.
Las horas enteras se las pasaba echado en el corredor o en un pradito que había enfrente de la casucha. Gustaba de ver pasar gentes. Algo tenía que decirle a cada una de ellas, casi todas conocidas suyas.
El respeto al Altísimo era una de sus mayores preocupaciones. Las señales en el cielo, los perturbadores signos de los tiempos lo atemorizaban y a todos pedía que rezaran e hicieran penitencia.
De política también hablaba, y lo que oía decir en la ciudad luego lo comentaba con los vecinos y conocidos. A unos les decía que el Sr. Obispo lo llamaba para conversar con él. Era inteligente y se expresaba bien.
Todos los veranos recogía del solar una cosechita de café. El dinero de la tal lo guardaba en casa, porque le tenía horror á los bancos. Malos amigos más de una vez lo embriagaron y le robaron la plata. Un día le dio una pataleta, se agravó y murió. Nadie supo en qué momento ocurrió tal cosa.
De algo sí quedamos enterados todos, y fue que uno de los vecinos —¡cosa rara!— cuidó de él muy solícito en los últimos días.
Y dicen que entre este vecino y un cartulario se repartieron los bienes terrenales de José Renco.
¡Que descanse en paz el finado José Renco!

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La voluntad del Señor

Todas las mañanas, como a las nueve, llegaba a la casa y decía:
—¿Está la señora? Que aquí le mandan las mantillas.
Recostado en uno de los horcones del corredor, esperaba que una criada le entregara las mantillas sucias, y se iba sin decir palabra.
Cierta vez, en uno de estos compases de espera, me dijo con voz suplicante:
—Un remedio, déme un remedio para estas manos y estos pies. Para estas manos acalambradas, para estos pies de viaje tontos, que ya ni siento. ¿Qué remedio me da?
Al punto me compadecí de aquel viejito que había visto sin interés algunas veces.
Flaquito, tembeleque, pálido, medio turnio, con bigotillos ralos y canosos, con la perilla por lo consiguiente.
—Este verano no he podido coger café. Hace diez y siete meses que no gano un cinco ni por la mitad. Ya estoy más de caridad que de trabajar. El Padre Vilchis me dijo que me consiguiera una medalla y que pidiera limosna. Yo le dije: "Medalla no. Muchas gracias". —¿Por qué?
—Porque la hija mayor se opuso. Ella me dijo que ganaría para mantenernos a todos. En casa somos seis por todos. La hija mayor lava, plancha, coge café, arranca linaza; Je hace a todo. Le ayuda en los oficios otra hermana, que estuvo ocho meses en cama, boca arriba. Con reumatismo de sangre, con los brazos vueltos, con las piernas vueltas. Es más malo que el otro. Me la curó don Santiago. Y vea lo que es la voluntad del Señor. Uno de los hijos...
—¿Suyo ?
—Y suyo también; de quince años, se me hizo loco; sin castigarlo ni nada, la pura voluntad del Señor. Hay que llevarlo como una madeja de seda. Si se le habla golpiado, para los ojos como un conejo.
—¿Y trabaja ese loqiüto?
—Sí, señor, es de mucha rigidez para el trabajo. Procuramos que no le den cólera, porque si no, pasa tres o cuatro días en cama. Llevo tres años de lidiar con enfermos. Antes de mancarme, yo me pasaba con un hielo día y noche, con cobijas. Así pasa ahora la mujer. También me curó don Santiago.
"Antes picaba leña meses enteros; ahora ni para el cuchillo. Ya no puedo ni esramar una mata de café.
"Es el tuerce. Vendí las dos vacas que tenía. He gastado más de quinientos pesos en doctores y medicinas.
"Ni como. Con sólo ver la carne de res en la matanza, roe coge frío. Los huevitos y la leche sí me caen bien.
"¡Y vea lo que es la suerte! ¡Lo que hace Dios! Hasta las gallinas se me murieron.
"Mi casa no es casa. Apenas me sirve para escapar del sol y del agua.
"Una persona enferma como yo, anda parada por el punto, por el espíritu.
"Es una calamidad estar enfermo y sin posibles. Nada tiene ser pobrecito siempre, pero alentao".

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