EL PAJARO DULCE ENCANTO
Había una vez un rey ciego, como el de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos, pero los ojos no daban trazas de ver.
El hortelano
Ven conmigo, porque puedes hacerlo.
Vamos al Rastro y lo verás. ¿Has. pajado por el Rastro alguna vez?
Míralo. Es un hortelano de las orillas. Descalzo, negrillo. De bigotes caídos. Dos incisivos superiores le faltan. Muy sucios los pies y las manos.
Acaba de almorzar. Míralo; ya está bebiéndose en botella el café ralo. El muchacho que le trajo el almuerzo está sentado al pie de la carreta. Fíjate; con un pedazo de tortilla de maíz amarilla limpia el fondo de una de las vasijas de la portaviandas. ¿Frijoles? . . .
Todo aquello negrea de moscas. Los pobres, los pacientes bueyes también están cubiertos de moscas.
—Huele mal.
—¡Ya lo creo! como que hemos llegado a un depósito de basuras podridas.
Todas las basuras de la ciudad, algunos centenares de carretadas, allí los depositaron hace dos años. El hortelano ha comprado al Municipio doscientas carretadas de ese abono.
Mejor que el estiércol, dice. No da joboto, que corta los siembros. Hay que irle quitando los vidrios y las latas. Sirve para el café.
—¿Y la huerta?! . .
—La tengo en las afueras. Alguito me produce; siquiera para comer.
Estoy contento.
Y ahora, inconforme, no reniegues más. Ten piedad de él y aprende a vivir.
Como si fuera borrego
—¿Qué tal, Ramón Ceferino?
—Bien por la vez.
—¿Y cómo le fue con la acuartelada?
—Bien y mal.
—¿Por qué mal?
—¿Pues no ve cómo me dejaron?
Y se quitó entonces el sombrero alón de paja, y me mostró el cráneo pelado al rape y lucio como un guacal.
Se le iba el sombrero hasta las orejas, que le quedaban ahora más grandes; se le veía la nariz más larga y afilada; los ojos verdes más vivos e inquietos.
—A tuiticos nos pelaron en dos monazos. Como cuando pasa una quema por un rastrojo.
Algunos se escondían, pero a empujones los llevaban a los barberos.
—Muy ruines para pelar los barberos. Les dije que les pagaba si me le ponían un número más a la máquina. Yo estaba peluquiado un poco bajoncito. Me peluquiaron como si fuera borrego.
Pausa.
—No he salido estos días de casa, porque me corre un cierto hielo por la nuque. No he podido ir a los portales de la Candelaria. Yo soy alguillo vanidoso pal pelo.
Pausa.
—Quedó un montón de pelo que no cabía en una carreta. Seguro lo van a dejar para almohadas. ¡Quién sabe qué cafetal van a abonar con el pelo de uno!
—El primer día dimos una aguantada de hambre bárbara. Como a las tres de la tarde almorzamos. Comida regular, en las fondas del mercado. Últimamente ya no nos querían dar de comer por los daños que hacíamos. El azúcar se lo comían en puños. Se llevaban los cubiertos.
Pausa.
—Unos cucharillas me fueron a sacar de la casa. Yo le había dicho a Chepa, la mujer: "No prendas candela, no dilatan en venir".
Tuve que ir porque soy disciplinado. Estaba muy nuevo, de diez y siete años, cuando me disciplinaron. Esta vez no quise ponerme el uniforme. Me hice el tonto para no hacer guardia.
Pausa.
—Aviaos que no nos den nada. Si hay gente de la conocida mía arrimada a la Comandancia, me arrimo también. Quien quita que cobre . ., Todavía el que va a pedir la alta por gusto, por haraganería... Yo fui arriao. Soy hombre de trabajo. Yo tengo obligaciones y estoy sin plata. Ellos no me mantienen la mujer. El teniente Bonilla me buscó la baja.
Que es cuanto tenía que decir, a propósito del pronunciamiento militar del 27 de enero de 1917, el ciudadano costarricense Ramón Ceferino Morales, hombre de campo, vecino de Santa Ana y el peón de mi hermano.
El loquito
Este es un loquito de dieciocho años, el menor de la familia. ¡Cuánta lástima me da el desgraciado loquito!
Ahí se pasa en el cerco todo el día. No se sosiega. Gatea debajo de las matas. Se echa a veces en el suelo, pero antes limpia el asiento con una pala.
Una tarde se perdió en los cafetales contiguos y lo vinieron a hallar como a la medianoche.
—¿Y qué estaba diciendo a esas horas? —le pregunté a Sacramento, la madre del loquito.
—Estaba ispiando las estrellas.
De un susto se hizo loco. Desde entonces anda en camisa, porque no le paran los pantalones; los hace trizas o los deja perdidos. Arranca monte, cebollas, matas de café, de maíz, cuanto halla. Mira lo que hace, sonríe y da voces de contento.
Escarba el suelo con las manos, come tierra, chupa ladrillos y teja.
Los cogollos de plátanos, las yerbas, los palitos que coge se los lleva a la boca, a manera de flautista.
Desprende de las cercas los poros viejos y los amontona activo, sonriente siempre.
Con cargas de palos o de cañas vuelve a la casa.
—¡Ah pelitico el de mamá! ¡tan lindo! le dice a Sacramento, y se lo soba.
Los niños le temen. El mío, haciendo cucharas: —Papá, no me gusta ese hombre.
Los caminantes se quedan mirándolo. Algunos lo compadecen.
—¿Qué tal?-le digo.
—Bien.
Voz agradable. Otras preguntas. No responde. Me vuelve a ver y sonríe.
Gordito, simpático, bastante parecido a Sacramento.
Pasa un boyero joven y bien parecido y se carcajea de verlo. El loquito sonríe y se queda indiferente.
Si lo molestan se enfurece.
—¿Por qué no lo lleva al asilo? —le digo a Sacramento.
—¡Dios guarde! Es muy comeloncito. De repente me lo dejan con hambre y se me muere más ligero.
Pausa. Finaliza:
—. . . ¿Y cómo harían ? Si no se duerme hasta que me le arrimo a los pies. Apenas me ve zafarme los zapatos, ya está tranquilo.
¡Bendito sea Dios!
Ya usté puede ser mi yerno
En el distrito hay tres o cuatro nombres característicos, que andan en bocas de todos los vecinos: don Antolín le vende la leña de café; los huevos, donde fia Domitila; la leche la consigue con Abraham Villalobos.
Este don Antolino ya podría ser mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.
¡Y vea lo que son las casualidades! Cuando yo era más muchacho, un verano me tocó cogerle café en una finca que tiene por La Canoa. Una tarde cargaba don Antolín la carreta de café en fruta.
—Mercedes —me dijo—, venga a echarme una juercita.
Yo alcé en peso el saco y de un golpe lo puse encima de la carreta.
—¡Hum! Ya usté puede ser mí yerno —me dijo en chanza.
Algunos años más tarde me gustó Damiana, la de don Antolino. ¿La conoce? El viejo supo de estos quietes. Ya yo hubiera contraído . ..
Un día quiso probarme don Antolín. Me habló para que juntos aporriáramos unos frijoles.
El se hizo de dos varillas delgaditas: yo me hice de dos algo más gruesas. Nos pusimos frente a frente y comenzamos a aporriar a dos manos.
Mis varillas no sonaban; las del suegro sí. Yo iba debajo, pero no quería quitarme. Déjese de cuentos, don Antolín es viejo, pero recio; está fuerte; todavía aguanta. Apo-rriaba muy seguido y no podía yo quedármele atrás.
A la hora del almuerzo, yo me iba a quitar.
Me hice entonces de otras varillas; delgaditas, como las de don Antolín.
Entonces cambió la cosa. También sonaban mis varilla;. ¡Ahora sí!
(Ardía el sol en el rastrojo, que orlaban de violeta las santalucías. Las piapías y los chucuyos, de cuando en cuando, escandalizaban con sus gritos el sosiego de la hora agraria).
Yo aporriaba parado; don Antolín a ratos hincaba en el suelo una de las rodillas. Don Antolín como que iba cediendo.
En un descuido, le metí su varillazo por la muñeca. Quién sabe si fue intencional, porque la verdá es que ya yo estaba rendido, muy sudao, y hasta jadeaba.
—¡Eh! dispense —le dije.
—No. Es trabajando —me respondió sin alzar la cabeza. Pausa.
—¿Seguimos? —le dije.
—No. Voy a alzar un poco de agua.
Y no volvió más don Antolín. Yo seguí trabajando a gusto.
Como Ud. ve, salí bien de la prueba. Por supuesto, a estas horas don Antolino ya podría ser de veras mi suegro, pero como soy pobre, no me quiere.
José Renco
También José y pordiosero también. De nuevo: era cojo. José Renco, pues.
Vivía en las afueras de la ciudad, en una casa de adobes medio derruida. Era dueño de la casa y del solar. Algunos le codiciaban el solar, que estaba muy bien situado, con vista a las hermosas montañas del Sur.
Renco, he dicho ya. Alto, feo, con ojos saltados; escasa pelambre en la cara, güecho, con tres o cuatro dientes.
Vivía muy sólito y pordioseaba en la ciudad. El mismo se hacía la comida. \
Una viejilla de la vecindad le aseaba la casa, le traía cargas de leña recogidas en las cercas y le lavaba la ropa.
—Se la lavo por caridá —decía—, porque la ropa de José Renco es muy sucia.
Tenía sin embargo, mal concepto de las mujeres. Hasta les profesaba cierta aversión.
—Por eso no me casé. Las de ahora son unas rabiletas. En cambio, quería sobremanera a los niños. —Son lo mejor que hay —solía decir—. El Señor se los quisiera todos a su lado.
Siempre reservaba algún elogio para cuanto niño veía. Antes de elogiarlos, los bendecía.
Las horas enteras se las pasaba echado en el corredor o en un pradito que había enfrente de la casucha. Gustaba de ver pasar gentes. Algo tenía que decirle a cada una de ellas, casi todas conocidas suyas.
El respeto al Altísimo era una de sus mayores preocupaciones. Las señales en el cielo, los perturbadores signos de los tiempos lo atemorizaban y a todos pedía que rezaran e hicieran penitencia.
De política también hablaba, y lo que oía decir en la ciudad luego lo comentaba con los vecinos y conocidos. A unos les decía que el Sr. Obispo lo llamaba para conversar con él. Era inteligente y se expresaba bien.
Todos los veranos recogía del solar una cosechita de café. El dinero de la tal lo guardaba en casa, porque le tenía horror á los bancos. Malos amigos más de una vez lo embriagaron y le robaron la plata. Un día le dio una pataleta, se agravó y murió. Nadie supo en qué momento ocurrió tal cosa.
De algo sí quedamos enterados todos, y fue que uno de los vecinos —¡cosa rara!— cuidó de él muy solícito en los últimos días.
Y dicen que entre este vecino y un cartulario se repartieron los bienes terrenales de José Renco.
¡Que descanse en paz el finado José Renco!
La voluntad del Señor
Todas las mañanas, como a las nueve, llegaba a la casa y decía:
—¿Está la señora? Que aquí le mandan las mantillas.
Recostado en uno de los horcones del corredor, esperaba que una criada le entregara las mantillas sucias, y se iba sin decir palabra.
Cierta vez, en uno de estos compases de espera, me dijo con voz suplicante:
—Un remedio, déme un remedio para estas manos y estos pies. Para estas manos acalambradas, para estos pies de viaje tontos, que ya ni siento. ¿Qué remedio me da?
Al punto me compadecí de aquel viejito que había visto sin interés algunas veces.
Flaquito, tembeleque, pálido, medio turnio, con bigotillos ralos y canosos, con la perilla por lo consiguiente.
—Este verano no he podido coger café. Hace diez y siete meses que no gano un cinco ni por la mitad. Ya estoy más de caridad que de trabajar. El Padre Vilchis me dijo que me consiguiera una medalla y que pidiera limosna. Yo le dije: "Medalla no. Muchas gracias". —¿Por qué?
—Porque la hija mayor se opuso. Ella me dijo que ganaría para mantenernos a todos. En casa somos seis por todos. La hija mayor lava, plancha, coge café, arranca linaza; Je hace a todo. Le ayuda en los oficios otra hermana, que estuvo ocho meses en cama, boca arriba. Con reumatismo de sangre, con los brazos vueltos, con las piernas vueltas. Es más malo que el otro. Me la curó don Santiago. Y vea lo que es la voluntad del Señor. Uno de los hijos...
—¿Suyo ?
—Y suyo también; de quince años, se me hizo loco; sin castigarlo ni nada, la pura voluntad del Señor. Hay que llevarlo como una madeja de seda. Si se le habla golpiado, para los ojos como un conejo.
—¿Y trabaja ese loqiüto?
—Sí, señor, es de mucha rigidez para el trabajo. Procuramos que no le den cólera, porque si no, pasa tres o cuatro días en cama. Llevo tres años de lidiar con enfermos. Antes de mancarme, yo me pasaba con un hielo día y noche, con cobijas. Así pasa ahora la mujer. También me curó don Santiago.
"Antes picaba leña meses enteros; ahora ni para el cuchillo. Ya no puedo ni esramar una mata de café.
"Es el tuerce. Vendí las dos vacas que tenía. He gastado más de quinientos pesos en doctores y medicinas.
"Ni como. Con sólo ver la carne de res en la matanza, roe coge frío. Los huevitos y la leche sí me caen bien.
"¡Y vea lo que es la suerte! ¡Lo que hace Dios! Hasta las gallinas se me murieron.
"Mi casa no es casa. Apenas me sirve para escapar del sol y del agua.
"Una persona enferma como yo, anda parada por el punto, por el espíritu.
"Es una calamidad estar enfermo y sin posibles. Nada tiene ser pobrecito siempre, pero alentao".
Dos buenos ticos
Campesino el uno. Gamonal ya viejo, hombre limitado
y sin mayores preocupaciones.
Ciudadano el otro. Abogado y profesor de enseñanza. En la adultez, también contento, como lo veremos.
En campaña política. Los dos conversan. Dice el abogado: —¿De qué partido? Dice el gamonal:
—Siempre he sido gobiernista, desde que tengo uso de
razón.
El abogado, sonriente, socarrón, más por ver qué decía
el gamonal:
Usted, por lujo, por darse taco, ¿por qué no ha sido antigobiernista alguna vez?
El gamonal, sorprendido, sin comprender:
—¡Cómo se ve que usted todavía es joven! Tengo mis razones para ser siempre gobiernista. Vea. Si soy gobiernista y se me sale una vaca, me la llevan a mi casa. Si soy contrario, me la llevan al fondo. Si hay parranda con Nicaragua y soy contrario, mis muchachos son los primeros que bajan p'Heredia. Si soy del gobierno, no me los tocan.
El profesor de enseñanza, Rector de instituto —consejero y guía de jóvenes, por lo tanto— satisfecho de la respuesta, le pone la mano en el hombro:
—Entonces, mi amigo, siga siendo gobiernista.
Filadelfo el primero
Oh, mi buen Elias, mi conforme Elias!, lo que menos te figuras es que haya pasado al papel lo que en otro tiempo me referiste con ternura evidente. Pero es suceso que merece recordarse.
* * *
Es bueno que antes sepáis algo de este Elias, mi amigo, tal como lo conocí cuando me contó lo que luego se verá.
Vaquero en la ciudad. Al anochecer de todos los días guiaba las vacas a un potrero cercano. Una vez llegó a descampar en el corredor de mi casa. Invierno fuerte y aguaceros largos. Como anocheciera y tuviera que ir hasta Guadalupe, le ofrecimos de comer. Desde entonces, el pobre siempre hacía lo posible por quedarse y que de nuevo lo invitáramos. Terminó por hacer amigables relaciones con la cocinera. Yo también lo quise. Era un campesino respetuoso e ingenuo. Bien lo recuerdo: de cara colorada y cerrada de barba rubia, que a veces dejaba crecer un poco, ojos verdes y orejas peludas.
* * *
Aquella noche, entre otras cosas, hablamos de la familia. Y fue entonces cuando supe de Filadelfo el primero.
"Eso sucedió así, me dijo Elias:
"En una hacienda de Rancho Redondo trabajaba como peón. Hacía de todo: de maquinero y mandados; cuidaba las vacas.
"Esa tarde, como a las dos, habíamos comido juntos yo y Filadelfo, el primer hijo, de dos años, muy desarrollado para la edad que tenía. A Filadelfo le teníamos aparte cu-charta y platillo de china".
Recuerda entonces, enternecido, que el niño, por jugar, aquella ocasión le pidió que le enfriara los bocados antes de comérselos.
"También recuerdo que cuando salí de la sala, vi que Filadelfo jugaba junto a la acequia. Le di una nalgada y lo mandé para adentro.
"Trabajaba después en el aserradero, cuando de lo alto de la cuesta una mujer me hizo señas con las manos".
Había tal angustia en la señal, que Elias paró la máquina al instante y echó a correr potrero arriba.
"Cuando llegué al portón, me dice la mujer: —Mire, Elias, lo que está aquí. Y me señaló en una de las compuertas de la acequia que bajaba a mover la máquina, a mi hijo Filadelfo".
Estaba boca abajo, a flor de agua, y el agua presurosa lo golpeaba.
"Dice la esposa que yo dije cuando lo vi: •—A ese muchacho se lo llevaron los diablos".
No estaba en su juicio.
Cogió por un pedregal y arrastraba al niño de la mano.
Un vecino compasivo lo detuvo y se lo llevó a la casa.
—Aquí está, acábatelo de jartar, le dije a la esposa, y lo eché en la cama.
No estaba en su juicio.
"Con otro niño del vecino jugaba el mío en la acequia". La madre contempló el deplorable suceso, impasible al parecer; ni hablaba, ni lloraba; hecha una tonta.
De rodillas, Elias y otras personas trataban de volverlo a la vida.
¡Inútiles empeños!
"Al galope de un caballo del patrón me fui hasta San Isidro. Llegué con una botella de álcali, a ver si volvía".
Nada, nada, Filadelfo el primero estaba irremediablemente muerto, aun cuando no lo parecía.
El viejito pordiosero
n San Isidro de la Arenilla. Mañana clara y fresca de verano por la calleja torcida y a trechos empedrada. Mucho rumor de aguas que por allí descienden a brincos.
En uno de los paredoncitos de la orilla, a la sombra de unos sauces, estaba sentado un viejito pordiosero, descalzo, de saco y chaleco. Desgranaba unas mazorcas.
¦—Para aliviar la carga, me dijo, alzando unos ojillos metidos, llorosos, tristes.
Y hablamos más. Pasaba ya de los cien años. Ocho hacía de vivir solo. Viudo. Con hijas malas. Había sido palero. La vista se le acortaba. En cambio, oía admirablemente.
—Muy agradecido estoy con Dios porque me ha dejado buenos los pies y los oídos.
Escasa limosna recogía en San Isidro y Guadalupe.
Su partido estaba en San José. Personas buenas y malas había en San José. No lo protegían los extranjeros.
—Es gente que no piensa en salvarse . . . ¡Ellos qué!. ., dijo con gesto desdeñoso.
Vendería el maicito.
Al irse, recogió los olotes y me dijo:
—Son para la vecina de enfrente; es muy pobre, los necesita para calentar su cafecito.
Luego lo vi alejarse, al paso del bordón.
Respetar las cenizas
Dice el cuento que la finada Andrea, poco antes de morirse, llamó a Melecio, el mayor de sus hijos, y le pidió que no se juntara más con María Manuela.
Y dice también el cuento que Melecio le prometió hacer lo, porque las palabras de su madre más parecían mandato que súplica o mera indicación. Además, las había proferido en momentos tan solemnes, que Melecio no podría olvidarlas nunca.
En su tiempo, María Manuela había sido una de las muchachas más gustadas de la aldea. Entonces fue cuando ella y él se conocieron. La moza le abrió las ganas a Melecio y un día de tantos, sin más yugos que el del amor, hicieron la yunta. Estaban tal para cual.
Ya tenían tres hijos cuando la conocí y supe esta historia. María Manuela vivía en casa aparte. Pero Melecio seguía siendo doméstico; Andrea no lo soltaba.
Profesaba a María Manuela un odio cordial que creció con los años y el aumento de los nietos. A éstos los conocía de lejos. Si se los hallaba, les hacía ascos y malos modos. ¡Y qué cosas! ¡cuan parecidos salieron los nietos a la abuela! Con ese odio, sin embargo, se fue la pobrecita a la tumba, como ya lo sabemos.
Y como hay que respetar las cenizas de los mayores, Me
lecio se separó ciertamente de María Manuela.
¿Cuánto duró la separación de cuerpos? Algunos meses no más. En este caso la difunta no siguió mandando; pudo más el amor, como es natural.
Pero no se alarmen mis lectores; se casaron al fin por la iglesia, tuvieron más hijos y fueron felices, como en los cuentos.
Pere
Tres viejos
Dicen los vecinos que la tiene Dios como un ejemplo.
A este viejo hay que suponérselo primero: aindiado, de mandíbulas anchas, sin bigote, descalzo.
Proscritos
Cierto día supo que don Demetrio era el dueño del te-reno que ya creía muy suyo. Esta infausta noticia cundió también por las demás familias que se hallaban en situación semejante.
Remigio conocía a don Demetrio. Le había visto pasar alguna vez a caballo por el camino, pero lo había visto con la indiferencia con que lo vería un rumiante, sin preocuparse de él, sin sospechar que aquel caballero sería el expropiador.
Remigio no haría lo de su vecino y compadre, Juan So jo, que días antes le había dicho: "Mire, compadre, yo no le daré gusto a ese tal por cual. Yo le voy a demostrar que no es tan así no más como se desaloja a un pobre. Venderé el chancho grande barcino y todos los animales, y perderé hasta el último centavo de lo que con tantas privaciones he ganado aquí, con los abogados y la ley, en edictos y papel sellado. Y después, ¡que se lo cojan todo!"
Aquel día del ardiente verano, sacaron los animales al camino, salieron las carretas con los trastos de la familia. . . Guiaban los dos muchachos de Remigio y los perros.
El difunto José
Trabajaba lo bastante. Pero más gustaba de la caza. De modo que los días festivos cogía la guapil y se iba a matar pavas y tepescuintles por los montes vecinos.
La Mala Sombra 1917
Más tarde volvió Proceso. Contento, locuaz, como raras veces lo había visto así.
Ahora nos hemos vuelto a ver y trabajamos juntos. Ha transcurrido un año. Para mí casi todo está lo mismo. De nuevo sembramos frijoles invernizos.
Pero el curso de la vida sigue su propio y misterioso destino. ¿Al fin se fue Proceso Vega a las Mesas? No se fue, porque un día de tantos murió, quebrantado de sufrir.