Se llamaba Ramona, como se llaman muchas de esas mujeres del pueblo que uno se encuentra a menudo en el camino—atareadas
y humildes en el cumplimiento del deber cotidiano—el cabello lacio recogido
de cualquier modo, a prisa porque coge tarde, calzadas sin coquetería,
por cubrirse los pies no más, con unos zapatos torcidos, la punta vuelta
hacia arriba como en demanda de resignación a Dios. ¡Ramona, nombre
bueno para un pedrón de la calle! A las madres del pueblo no les queda
tiempo para leer novelas ni de ser románticas, y dan a sus hijos el nombre
del santo del día en que nacen, y rara vez ponen el magín a decidir
entre una Julieta o una Roxana; un Marco Tulio o un Rolando. Su filosofía
natural y recóndita les aconseja llamarlos con los nombres casi siempre
duros. cándidos o bobalicones de los mártires aguantadores de
vainas que llenan el calendario. Lo más probable es que lleven una existencia
semejante a la de esos bienaventurados, si bien nadie los canonizará,
aunque al des-enterrarlos encuentren que la muerte respetó más
su cuerpo que lo que lo respetó la vida, y jamás su imagen rodeada
de aureola aparecerá en altar alguno.
Pues bien, esta criatura se llamaba Ramona y
era una de las tantas sombras heroicas que pasan por la vida soportando casi
en silencio el peso de la Santa Pobreza, esa vieja doncella enjuta e hipócrita
con huesos y manto de plomo, que no se sabe cómo pudo hallar gracia ante
los ojos de San Francisco de Asís.
Llevaba ya quince años de casada y diez
partos, lo cual la había convertido en un ser desvaído y escurrido.
La maternidad se había encargado de exprimir de su cuerpo el encanto
y la carne de su juventud, todo ello trasegado ahora en aquellos ocho cantarillos
humanos, en sus ocho hijos, de trece años el mayor. Sólo ánimo
le iba quedando a la infeliz.
Madrugaba más que el alba para poder dar
abasto con el trajín que diez cuerpos demandan y cumplir con las ropas
ajenas que lavaba y planchaba. ¡Cuántas noches no supo lo que era
poner la cabeza en la almohada por estar arrollando cigarrillos de encargo o
dándole a la plancha! Y eso, estuviera como estuviera, en ocasiones con
las piernas tan hinchadas cual vástagos de plátano. Y no había
más remedio, porque al pasmadote de su marido se le paseaba el alma por
el cuerpo y no era capaz de salir avante con semejante ejército.
Eso sí. él siempre dormía
sus noches desde el toque de queda en los cuarteles hasta que el pito de la
estación del Atlántico anunciaba las seis de la mañana.
Pero el marido no tomaba en cuenta los sacrificios
de su mujer, y si no podía trabajar como era debido en vista de los ocho
picos siempre dispuestos a engullir, sí tenía fuerzas para insultarla
a cada rato y hasta para maltratarla de hecho si así se le antojaba.
Y sobre esto la suegra. ¡Santo Dios! que no la podía ver ni pintada
en la pared. porque creía que su hijo había descendido desde el
trono del Altísimo al profundo abismo en donde Ramona había nacido,
para casarse con ella. ¡A saber las malas mañas de que se había
valido la tal por cual para engatusar a su muchacho! Siempre le estaba sacando
los ojos con su otra nuera. Esa sí era toda una señora, de la
misma clase de ellos, si no es que un poquitín más elevada.
Y esta vida de trabajo y tormentos, añadida
a cierta irritación nerviosa debida a sus muchos alumbramientos, habían
terminado por agriar el carácter de Ramona. Le costaba ya hablar con
dulzura a los niños: los amenazaba a gritos por naderías y sin
motivo les sacudía el polvo. Los mayores le tomaron por ello cierta inquina,
se declararon sus enemigos y cuando los castigaba, la amenazaban con irse a
vivir donde la abuela. Tiraban para allá porque la abuela era mujer de
buen pasar. Allí nunca tenían hambre, y su tía, la nuera,
señora a quien Dios no diera hijos, los mimaba. Esto ponía fuera
de sí a Ramona.
¡Ay!, aquella vieja bandida y aquella otra
inutilona con nueve años ya de casada sin saber lo que era echar un hijo
al mundo. ¡Lo que sí podía, era jalarse los ajenos!
Cada hora de almuerzo y de comida era una borrasca: el hombre vociferaba, ella
lloraba y el histerismo la convulsionaba, los pequeños gritaban y huían
como pollitos perseguidos.
El la había despedido muchas veces:
—Andavete, andavete de aquí. No
hacés falta. Los chiquillos estarán mejor con mi mamá y
con Lola que con vos. Aquí no hacés falta.
Por fin un día no pudo más.
—Sí. sí, valía más
separarse. ¡Eso no era vida; y el mal ejemplo para los chiquillos! ¡Que
se los llevaran, que la dejaran sola! ¡Ella sabía trabajar, se
concertaría!
Y se fue al solar a dar gritos. Los niños
la miraban con terror y ni Pedrillo, que era el más apegado, ni Juan-cito,
el menor, que siempre andaba colgando de ella como un arete, quisieron acercársele
y la contemplaban de lejos lo mismo que a una extraña.
Cuando se calmó volvió a la casa
y encontró todo revuelto. El marido estaba cargando en un carretón
lo más pesado: la mesa, el armario, las cuatro sillas, las camas de los
niños, la cama de matrimonio. ¡La cama en donde nacieron sus diez
hijos!
¡Dichosos los dos muertos! ¡De las
que se habían librado! ¡Dichosos de ellos!
Las cosas menudas las llevaban los niños.
Se asomó a la puerta para verlos partir. Ninguno le dijo adiós.
Iban uno tras otro; parecía un caminito de hormigas: unos Con los cuadros
de los santos, otros con motetes en la cabeza. Hasta Juancito llevaba algo:
el candelero de hojalata. con un cabo de candela todavía pegado. La candela
que la noche anterior había alumbrado la última vigilia al lado
de sus chacalincillos.
Caminaban despacio con la carga y porque Juan—de
la mano de Maria. la mayor de las mujeres—no podía marchar más
aprisa.
La cabecita rojiza de Pedro iba al frente de
la tropa y oscilaba semejante a una llama que fuera alumbrándoles el
camino.
— ¡Pedro, Pedrito!—gritó
Ramona.
Pedro se detuvo y quiso volverse, pero Nicolás,
el mayor, le metió un pellizco y el chiquillo emprendió carrera
y desapareció.
— ¡Nicolás, Nicolás!—llamó
la madre. El muchacho ni siquiera volvió la cabeza y cruzó con
paso rápido la calle, porque ya le preocupaban las apariencias y no quería
que la gente lo viera a la cabeza de la procesión de mocosos.
— ¡Juancito! ¡Juancito! ¡Mi
muchachito!
El chiquitillo comenzó a llorar con voz
lastimera y no quería caminar. María lo llevó de rastras
y hasta que cruzaron., Ramona entrevió la sucia carita vuelta hacia ella.
Con las manos en la cabeza entró. El marido
salía con los últimos trebejos.
Le dijo irónico: —Te dejo lo que
llevaste el día en que nos casamos.
La casa estaba vacía. Ella nada había
llevado consigo el día que se casaron.
¡Era tan pobre! A no ser que su juventud
y su frescura que habían quedado enredadas en los abrojos del camino.
*
* *
Anochecía. Las piezas se llenaban de silencio y de sombra.
Ramona se metió en la cocina y se dejó caer en una piedra
abandonada en un rincón. Lo único vivo en torno suyo era una brasa que
había quedado entre las cenizas del hogar. Y la mirada de la pobre mujer
se agarró ansiosa de aquella luz mortecina y
su corazón se tendió., como un animal herido por el frío,
hacia el pedacillo de calor que brillaba en la oscuridad.
En su cabeza giraba un torbellino. Ella era un
árbol., el viento había desprendido todas sus hojas y éstas
danzaban vertiginosas en torno suyo. Los dientes casteñeteaban.
¡Qué frío hacía, Señor
mío Jesucristo!
En alguna parte, ¿dónde?, un desfile
de cabezas infantiles.
Una tenía el cabello rojo y parecía
un fogoncito. Esa era la que estaba allí cerca de ella, entre la ceniza.
En el silencio, ocho pares de piesecitos golpeaban al caminar sobre el empedrado.
Pero el empedrado ¿no estaba dentro de
ella, en el corazón?
La brasa acabó por extinguirse entre la ceniza.
RAMONA, LA MUJER DE LA BRASA (¿Qué habrá sido de ella?)
Publicado por
Priscilla
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Carmen Lyra
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4 comentarios:
¿Que concepto de marginalidad sufre Ramona?
Magistral narración, y revela la cruda verdad del machismo y abuso hacia la mujer.
Mae no sea vago, busque los conceptos de marginalidad por usted mismo, la tarea no se la hacen sola
Buen texto te dejo mis Diez +10/10
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