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Proscritos

La cosa me la contaron así:
Don Demetrio era un caballero acaudalado, aristócrata de la capital y persona influyente en el gobierno de entonces. Solía denunciar terrenos baldíos, con lo que se había enriquecido mucho.
Contiguos a una extensa finca que poseía en Turrubares, había terrenos de esta clase. Como es natural, pudo más la codicia y los denunció también.
Pero es el caso que en dichos terrenos, a los lados de los caminos especialmente, se habían instalado algunas familias pobres. Era una de ellas la de Remigio Soto. Inconfoi.ne con la vida estrecha que llevaba en el caserío vecino, Remigio había resuelto internarse, irse por los caminos a las montañas y detenerse en las tierras sin dueño conocido. Con la esperanza de desmontar el suelo, hacer un rancho, criar la familia y animales, sembrar, tener qué comer y ¿quién sabe? hacerse rico, si Dios lo quería.
Algo de esto se había realizado con los años. Tenía el rancho, terreno limpio de que sacaba el sustento, y algunos animales. Los hijos habían venido, pero casi todos se habían muerto; dos le quedaban, ya grandecitos. Era malsano el clima del lugar. Aguas escasas y malas. Aguas malditas, decían en la comarca. Eso habían hecho los indios, envenenarlas, iracundos y perseguidos, antes de desaparecer y entregar los suelos nativos a los extraños.
Pero estaba contento Remigio. Más se conformaba con que le pegaran los animales que los hijos.
Cierto día supo que don Demetrio era el dueño del te-reno que ya creía muy suyo. Esta infausta noticia cundió también por las demás familias que se hallaban en situación semejante.

Remigio conocía a don Demetrio. Le había visto pasar alguna vez a caballo por el camino, pero lo había visto con la indiferencia con que lo vería un rumiante, sin preocuparse de él, sin sospechar que aquel caballero sería el expropiador.
Luego se supo que un ingeniero andaba tierras adentro y medía las nuevas propiedades de don Demetrio.
Por fin llegó la orden fatal. O se quedaban como meros inquilinos, pagando esquilme, o desocupaban los terrenos ocupados indebidamente.
¿Y las mejoras? El nuevo propietario nada reconocía.
Y entonces ocurrió la terrible resolución. Que fue de la mujer airada, por cierto.
No hubo ni lágrimas, ni alaridos, ni pesadumbres ruidosas. Rencores sordos, resoluciones firmes y silenciosas, sí hubo.

Remigio no haría lo de su vecino y compadre, Juan So jo, que días antes le había dicho: "Mire, compadre, yo no le daré gusto a ese tal por cual. Yo le voy a demostrar que no es tan así no más como se desaloja a un pobre. Venderé el chancho grande barcino y todos los animales, y perderé hasta el último centavo de lo que con tantas privaciones he ganado aquí, con los abogados y la ley, en edictos y papel sellado. Y después, ¡que se lo cojan todo!"

Aquel día del ardiente verano, sacaron los animales al camino, salieron las carretas con los trastos de la familia. . . Guiaban los dos muchachos de Remigio y los perros.
Marido y mujer se quedaron atrás. De pronto, como a escondidas, jadeantes, pálidos, sin saber por dónde, salieron y se incorporaron a la comitiva proscrita.
Más adelante, en una alto del camino, se detuvieron a contemplar la hazaña realizada. Ardía el rancho, ardían los cañales, ardía el platanar, ardían los árboles desmochados.
—Y ahora, que esos demonios se lo cojan. Palabras de la mujer.

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