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El viejito pordiosero

n San Isidro de la Arenilla. Mañana clara y fresca de verano por la calleja torcida y a trechos empedrada. Mucho rumor de aguas que por allí descienden a brincos.
En uno de los paredoncitos de la orilla, a la sombra de unos sauces, estaba sentado un viejito pordiosero, descalzo, de saco y chaleco. Desgranaba unas mazorcas.
¦—Para aliviar la carga, me dijo, alzando unos ojillos metidos, llorosos, tristes.
Y hablamos más. Pasaba ya de los cien años. Ocho hacía de vivir solo. Viudo. Con hijas malas. Había sido palero. La vista se le acortaba. En cambio, oía admirablemente.
—Muy agradecido estoy con Dios porque me ha dejado buenos los pies y los oídos.
Escasa limosna recogía en San Isidro y Guadalupe.
Su partido estaba en San José. Personas buenas y malas había en San José. No lo protegían los extranjeros.
—Es gente que no piensa en salvarse . . . ¡Ellos qué!. ., dijo con gesto desdeñoso.
Vendería el maicito.
Al irse, recogió los olotes y me dijo:
—Son para la vecina de enfrente; es muy pobre, los necesita para calentar su cafecito.
Luego lo vi alejarse, al paso del bordón.

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