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Tres viejos

Esta es una viejecita tullida y ciega. En poder del yerno —enfermo y pobre— y de una nieta. La hija murió hace algunos años pero ella no lo sabe todavía.
Ahí se pasa en el aposento, hecha un montoncito.
Cada vez que siente a la casera, le pregunta con voz muy delgada:
—¿Ya nos viene a echar de la casa?
Dicen los vecinos que la tiene Dios como un ejemplo.
***
Este es un viejecito de semblante muy noble, de barba entrecana; bastante jorobadito; con el vestido muy roto.
Viene de Tres Ríos, ya está muy cerca de San José. Salió a las cinco de la mañana y ya son las nueve y media.
Pica el sol.
Ahora se ha detenido a descansar un poquito. Arrima las esteras a un paredón y con el forro de una de las mangas de la chaqueta, se enjuga el sudor de la frente.
—¿Muy rendido?
—Algo. Ya ni veo claro.
Voz dulce.
Pausa.
—¿Un confite? (De los que llevaba mi hijo).
—Bueno. Dios se lo pague.
Hace esteras; tres por semana. Las venderá en San José, Dios primero. Tiene que comprar las venas. Ahora escasea mucho la vena. De Curridabat para arriba, en todas las haciendas, han cortado las cepas de guineos. Mejores las del guineo, de invierno y de verano. El guineo diario está botando las hojas. La del plátano en el invierno se pudre.
—A ver si llego.
Y sin dificultad se echa la carga al hombro, y al camino.
***

A este viejo hay que suponérselo primero: aindiado, de mandíbulas anchas, sin bigote, descalzo.
Toca recio la puerta y ofrece la mercancía: es un ayote, y lo trae en un saco de gangoche. Trae también, un hacha.
Sale a atenderlo una niñita, la hija de la cocinera, y corre a preguntar si mercan el ayote.
—Mire. Llévelo. Es mejor que lo vean. Diga que valen dos riales.
Regresa la chiquilla por el ayote.
—¡Animas benditas que lo dejen! A ver si ni puedo ir yo a buscar algo qué comer.
Medio sopetas, como que le faltan algunos dientes.
Entretanto, el viejo confianzudo ya iba zaguán adentro.
Yo estaba en cama, en una de las piezas inmediatas, dormitorio de la familia, que la señora mantenía con el piso lustroso y en todo, muy limpio. Un biombo me sustraía a las miradas de las visitas. Por darle broma y para ver qué hacía, le grité:
—¡Che!, ¡che! ¿Para dónde va?
Cuando lo vi, fue junto mi cama. Debo confesar que me agradó aquella inesperada visita. El viejo era ocurrente, locuaz, muy expresivo. Por otra parte, yo tenía el buen humor del convaleciente.
-Ando delegado —me dijo—. Soy viejito y vea la hora que es y no he tomado café. Tengo un dolor en este lado. (Todo esto, dicho con gestos muy expresivos).
—Es ayote cascarito —añadió—. Yo antes picaba leña en esta casa, cuando estaba Fidelina Vega. (En otro tiempo, cocinera de la casa. ¡Que Dios la tenga en su santa gracia!).
En eso, la chiquilla.
—Que tome, que es muy caro.
—Diga que cuánto me ofrecen.
Y volviéndose a mí:
—Lo vendo para irme a comérmelo. (Con un gesto hace que come). Ando a oscuras.
En eso, la chiquilla:
—Que no, que se lo lleve, que no sea necio.
—¡Ah, chiquita de Dios! cómo no sabe dar una razón.
Y el viejo no salía del dormitorio.
En eso, la señora:
—¡Adió! ¿Y eso? ¡Tamañas patas pintadas en el piso, acabadito de limpiar! ¿Y esas confianzas? Salga pronto para fuera.
El viejo volvía la cabeza para todos lados, y no hallaba qué hacer.
Yo estaba muerto de risa.
Sí recuerdo que cuando salía iba diciendo:
—Hemos de ser tierra, señora. No tenga cuidado. Perdone.
Y se fue con su ayote a otra parte.

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