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La Mala Sombra 1917

Sembrábamos entonces unos frijoles invernizos. Proceso Vega se llamaba mi compañero. Éramos vecinos y amigos. Al igual de otras veces, aquélla habíamos conversado poco. Algo me había contado ya Proceso de por qué se casó con Juana y no con otra muchacha que de joven había conocido primero y querido mucho. De pronto nos interrumpieron unas voces que venían de la calle:
--Proceso, aquí está el Cholo.
Miramos a la cerca. Hablaba un tío de Proceso, un viejo pálido, de grandes bigotes grises y expresión triste.
Recuerdo que Vega cesó repentinamente su tarea y creo que se marchó sin decirme nada. A poco vi que se dirigían los tres a la casita de Proceso y que iban profiriendo voces de sorpresa y alegría.

Más tarde volvió Proceso. Contento, locuaz, como raras veces lo había visto así.
Por él supe entonces que el Cholo era un hermano de Juana, hermano único. Ausente por muchos años, ya le creían muerto. Tanto, que rara vez se acordaban de él. Venía de Guatemala. Muy flaco, muy pálido, muy enfermo, muy pobre. Juana había llorado al reconocerlo.
Siguió haciéndome recuerdos de mocedad. Me contó que en su tiempo, en el barrio, nadie aventajaba al Cholo en las pescozadas. Ahora el Cholo poseía, para Juana, Proceso y todos los suyos, la seducción del que ha estado ausente muchos años del hogar.
Sentado al anochecer de aquel día en el corredor de mi casa, pienso en Proceso, mi amigo y mi vecino. Y le oigo – como otras tantas veces— picando el pasto de las vacas, allá en su casita, al pie de la cuesta, junto al riachuelo. Cetrino, algo corvetas, así es Proceso. Pobre, irritable, labriego laborioso y bueno.
Tiene tres vacas, que pastean por las callecitas y que le ayudan a vivir con la escasa leche que dan y que él vende. Eso, los jornales y la casita es cuanto posee.
Ahora le oigo: vocea a las vacas voraces y con sus palabras agria el anochecer gris, nublado y triste.

Ahora nos hemos vuelto a ver y trabajamos juntos. Ha transcurrido un año. Para mí casi todo está lo mismo. De nuevo sembramos frijoles invernizos.
Proceso ha pasado días amargos. Murieron las vacas y murió también la hija menor.
Para comprar unos bueyes, hipotecó la casita. Con los bueyes, se hizo boyero urbano. Malos tiempos, trabajo escaso. Días hubo en que no ganó ni para el sustento de los animales.
Luego, la enfermedad suya y el deshacerse de los bueyes para pagar gastos de médico. Y lo peor: la tartamudez que le quedó a ratos.
--¿Y qué le parece? Toda esta tuerce me viene desde que llegó el Cholo a la casa. Porque el Cholo nos ha traído la mala sombra. ¿Sabía, don Joaquín? Y de eso nadie me saca.
Así decía el pobre Proceso, entre enternecido e irritado.
Y esto era lo cierto: que el Cholo debía una muerte allá en Guatemala, la de un compañero de trabajo en los ferrocarriles, y fugitivo, había venido a asilarse en casa de su hermana. Y mientras él viviera con ellos, las desventuras no cesarían de perseguirlo.
--Y lo verá, don Joaquín. La casita se perderá también, porque estamos salados.
El Cholo en vano había buscado trabajo y prometido irse. ¿Y cómo despacharlo?
Transcurrieron los días implacables, de mal en peor. Proceso ha resuelto irse. ¿A dónde?
--A las Mesas, con la mujer y la hija. Allí hay leche, frijoles y trabajo. Ahí quedan la casita y el solar. Que se los cojan por lo que debo.
--¿Y el Cholo?
--Ahí queda también. Que él se las componga como pueda.

Pero el curso de la vida sigue su propio y misterioso destino. ¿Al fin se fue Proceso Vega a las Mesas? No se fue, porque un día de tantos murió, quebrantado de sufrir.
¿Y qué es ahora del Cholo, de la casita, de Juana, de Baltasara –la hija—? ¡Sólo Dios lo sabe!

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